'Y de postre «tierra merengada»' de Belén Mateos

21.12.2021

Mi abuela Casilda se enlutaba cada día al amanecer, el duelo revestía sus ropas en una esquela de lana oscura, rigurosa y obligada también para sus nietas. A mí me picaba esa gruesa ropa hecha de pelo, de relicarios, de camafeos en la esquina de su pliegue arrugado de soledad.

Mi abuelo había fallecido en la última palabra de la ofensa y ahora ella llevaba la hacienda y el rebaño dispersado por el monte de su olvido.

Belchite estaba ajado de vida, apenas una decena de vecinos sobrevivieron a la barbarie de la guerra. Sus campos estaban ausentes de lluvia, de savia, de ese imperativo de primavera. Y nosotras, las niñas huérfanas de apetito, labrábamos la tierra heredada.

A las seis de la mañana se desplomaba el gallo en nuestro lecho y la leche templada era ambrosía en ese pan sin harina y ennegrecido de centeno. Las ovejas balaban en sintonía con las famélicas vacas y los cerdos se rebozaban en la tierra horadada de desdicha. Seis huevos criados en libertad era lo más cercano a la nuestra.

A las siete el sueño solo era esa espina por la que sangrar, por la que volar cada día entre las cuerdas de un tendedor agotado de pinzas, sábanas de hilo y ropa interior sin deseo.

Nuestros padres emigraron al otro lado de nuestras vidas, al latido de la ciudad, lejos de la inocencia de sus hijas y cercanos a un correo destinado cada mes al buzón de mi abuela. De esto hace ya ocho años y aún las lágrimas se asoman incipientes por el iris desamparado de mis hermanas.

A Casilda, la vida le resultaba exhausta a media tarde; madre, abuela, agricultora, ganadera... asistente vitalicia de sus nietos y plañidera de las ausencias enterradas a tres palmos de su rosal y bajo dos metros de la miseria de la peste.

El triángulo del mirador nos alertaba del peligro cada día. Si lo hacía tintinear dos veces nos escondíamos bajo un lecho de paja y lana, si el redoble se acentuaba nos adentrábamos en la despensa, desprovista de azúcar y colmada de lentejas. Si por el contrario permanecía callada nos aventurábamos a salir al jardín y tejíamos esa colcha de ganchillo para abrigar a nuestra abuela.

Cada día nos faltaba sonrisa y nos sobraba lamento. El trabajo era lo de menos, lo de demás nos lo imponía la presencia de la muerte, era un arañazo en la lumbre de la resaca en nuestros campos y en el orfeón de ese macho que tocaba en la gastada puerta de nuestra vivienda al rayar el alba.

Segismundo nos convidaba a pastas y té, a ternera con puré y guisantes en platos de cerámica, a natillas y un arroz con leche ausente de piedras. Nuestra abuela lo miraba con desprecio, sin perder de vista nuestras faldas y con esa sonrisa ceniza que ahuyentaba al más bravío de los lobos. Pero él insistía, era un rebaño demasiado apetitoso para dejarlo pasar, demasiado virgen para ansiar perderse en el himen de nuestra inocencia.

Creo recordar que en una de sus visitas, nuestra abuela, le ofreció una tarta de moras e higos y un extraño ingrediente que almacenaba en el pajar junto al veneno para ratas. Tardó un mes en volver con su insistencia y sin apetito a los manjares convidados por ella. En otra ocasión fue un moscatel servido en una copa pequeña y frotada con polvos de lejía, otras un caldo cocinado a fuego lento para que el corazón de una alimaña resultara tierno, a veces una sencilla infusión le hacía correr hasta el baño aplazado cuatro metros de nuestra morada con un sudor frío en su mirada y una bocanada de quejido entre sus piernas. A pesar de todo él volvía con la boca cerrada para el gusto de las viandas y abierta para el pecado.

Fue en invierno cuando la primera nevada nos dejó aisladas, pudimos respirar de su ausencia, de sus manos empalagosas y su aliento a ginebra. Concentramos nuestra plegaria para que desapareciera de nuestras vidas, rezamos, con el rosario desgastado entre las manos, por la pronta recuperación de esa alacena despojada de reservas y colmada de telarañas.

Con las últimas nieves nuestro calzado se mostraba exhausto de humedad y el ganado estaba debilitado por la escasa comida que podíamos ofrecerles. Nos ocupábamos de Ágata más que ningún otro animal, nuestra cabra estaba preñada, su leche y la futura carne de su vientre serían cría para nuestro estómago. La mirábamos con ansia, con esa desesperación que se incuba en la gripe de la impaciencia, pero lo que más nos atormentaba era esa posible vuelta a la realidad y perseverancia de Segismundo.

Los primeros almendros en flor nos trajeron a un chivo lleno de vida y en contrapartida la desdicha a nuestra estirpe.

Vino con una arrogancia desmedida, como los que saben que tienen el poder en sus manos para paliar el hambre de los menos favorecidos por el invierno, como aquellos que escupen la rabia ante una negativa o se frotan el orgullo en la desgracia de lo ajeno.

Sin mediar palabra se acomodó en la mecedora de mi abuelo, comenzó a balancearse marcando sus genitales con un grosero movimiento y nos señaló a cada una de nosotras con un dedo amenazador y colmado de codicia. Mi abuela hizo sonar el triángulo, pero esta vez tañía de manera distinta, era una llamada para convidarle a una cena apetitosa, una charla y luego quizá tras una copa le dejara acariciar sus piernas, subir por ellas para rozar su sexo y quizá le permitiera entrar en ella, a cambio debía prometerle alejarse de nosotras para siempre. La miramos con estupor, pero no salió de nuestras bocas ni una sola palabra.

Dispusimos la mesa para los dos, mientras, de la cocina nos llegaba un aroma a guisantes, patatas, chorizo, huevos y vainilla. Fue degustando cada manjar sin dejar de mirarla, aproximándose cada vez más a su enagua, nuestra abuela con una sonrisa a punto de caramelo y la blusa desabrochada, le ofreció un chupito de madreselva perfumado con una pizca de canela y un ingrediente que no le quiso confiar por ser un secreto ancestral de la familia. Tan embebido estaba en la piel de sus muslos, que lo ingirió de un solo trago. Su boca a punto de rozar, los pechos de Casilda, exhaló una leve espuma, una maldición, se hinchó su cuerpo, convulsionó y se desplomó sobre la mesa adornada con unos sencillos floreros de estramonio y belladona.

Nuestra abuela insistió en recoger ella la mesa y todo aquello que había sobrado, incluido al tumefacto Segismundo.

Bajo dos metros de nuestra tierra enterró su cadáver, el recuerdo de nuestros padres y la gruesa ropa revestida de soledad.

Después batió las claras con brío y nos sirvió merengue para merendar.

El rosario desde ese día fue guirnalda para sus rosas y la huerta veneración en nuestro Vía crucis.

Belén Mateos nació en Zaragoza. Estudió magisterio por vocación y amor a los niños. Su otra gran pasión es la escritura.

Ha resultado ganadora y finalista en varios certámenes de literatura internacional y nacional. Algunos de sus textos han sido traducidos al francés, colabora en una revista digital y es habitual en el blog "Arrebol agencia literaria" dirigida por el escritor Jesus Cogolludo. Es columnista de la revista Gafe.info, cuya directora es la poeta Beatriz Giovanna. Además, es directora y coordinadora, junto al poeta Fran Picón del "Proyecto Enjambre".

Su primer libro "Rubor de tinta, quebrados de verbo", editado por Diversidad Literaria, ya va por su segunda edición.

Además, ha participado como co-autora en diversas antologías como: "Relatos en 90 segundos" "Km 0", "Un tiempo breve", "Aletreos", "Érase una vez", "On the road" "Pluma, tinta y papel" "Proyecto Enjambre I" "Porciones del alma" "Cada loco con su tema" "Antología internacional de poesía contemporánea" "Versos en el aire" "Antología 10 Aniversario" La Casa de Zitas", Proyecto Enjambre II" Editorial La Fragua del Trovador, entre otros.

Ha escrito la sinopsis y prologado algunos libros.

Es miembro de la Asociación Aragonesa de Escritores y "La Casa de Zitas".

Participa en tertulias literarias, entre ellas la Tertulia poética Transversores, junto a Fran Picón, Mar Blanco, Fernando Sarría, Carolina Millán y Miguel Ángel Yusta. Con los que organiza presentaciones y múltiples actividades literarias.

Socia fundadora (junto a Samuel Trigueros, Mar Blanco, Fran Picón, Mapi Freixas) de la APAB. Asociación Poética Aragonesa Bonhomía, de la que es Vicepresidenta.

Es vicedelegada territorial de la Asociación para la defensa de los Derechos Humanos en Aragón.

Actualmente está inmersa en nuevos proyectos literarios propios.

Hoy, sigue pensando que el mundo de las letras es un hermoso universo del que forma una pequeña parte con sus aportaciones.