‘Un verano con olor a almendras’ de Lydia Cotallo

30.11.2021

Al acabar las clases mi hermano y yo viajábamos a casa de la tía Micaela mientras nuestros padres continuaban con sus trabajos en la ciudad. No me gustaba, era un pueblo aburrido, sin vida. Mi hermano, más pequeño que yo, se entretenía con cualquier cosa, pero a mí cada año se me hacía más pesado ese calor soporífero del interior, en medio del cual no había nada que hacer.

Recuerdo el último verano en el pueblo como si lo viviera en este mismo instante, será quizás por el olor a almendras. Porque después el olor ha modificado su estructura para adaptarse a la madurez de mi cuerpo, pero en aquel momento mi sexo olía a auténticas almendras.

Comencé a descubrir los secretos de mi piel a los pocos días de llegar. Mi madre, en una de sus visitas de fin de semana, se había olvidado una fina bata de seda que a mí me gustaba ponerme por encima a la hora de la siesta. Era muy suave, me entusiasmaba su tacto al deslizarse por la espalda desnuda. Una tarde me la puse frente al espejo de mi habitación y la ceñí a la cintura con un nudo flojo, de tal manera que quedaba suelta sobre el cuerpo. La caricia de la seda me hizo sentir mujer por primera vez, me contoneaba acercándome y alejándome del espejo sin dejar de observarme. Me sentía preciosa. Era excitante que un ligero movimiento de hombro bastara para descubrir uno de mis pezones. Al recuperar la postura, la seda volvía a su sitio y movía el hombro contrario para revivir la grata sensación de la desnudez en el otro lado de mi cuerpo. A veces la bata no se desplazaba lo suficiente y la ayudaba con los dedos mientras imaginaba al profesor de literatura, tan guapo, retirando la seda para acariciar mis pequeños círculos rosados.

A partir de aquella tarde los días no volvieron a ser aburridos en casa de la tía Micaela, aprovechaba cualquier excusa para encerrarme en mi cuarto y ver qué otros secretos había en mí. Muchas veces me sentaba en el suelo con las piernas abiertas y me tocaba. Era tal la fascinación por mí misma, el placer al verme de esa manera, que con frecuencia este se convertía en algo físico, primero un suave aleteo de mariposas y después una agitación intensa que me recorría. El espejo se había convertido en mi amante, era los ojos por los que yo deseaba ser mirada. Y así fue que el destino, caprichoso y justo a la vez, trajo a Luisete a mi vida.

Aquel día había cambiado la bata de mi madre por el uniforme de verano del colegio. Mis pechos empezaban a ser voluminosos y sostuvieron con facilidad la camiseta cuando la subí para destaparlos. Me senté en la butaca con la falda por encima de los muslos, quedé embelesada por el reflejo de mi sexo recién rasurado. Fue entonces cuando vi a Luisete tras los cristales; observaba con atención cómo me acariciaba. Había alguien que me miraba de verdad y eso me excitaba muchísimo. Cuanto más pegada intuía su cara al cristal de la ventana, más disfrutaba al recorrerme con los dedos. Los mojaba previamente en el vaso que algunas veces llevaba conmigo e imaginaba que no era agua, sino la saliva de Luisete, que me refrescaba al deslizar la lengua desde el cuello hasta el botón mágico guardado entre las piernas.

Recuerdo las semanas posteriores, gloriosas, frente a la ventana. Debió correr la voz entre los chicos del pueblo y Luisete ya no acudía solo. Se empujaban unos a otros para conseguir un espacio más amplio y con mejor visión y aquello me enardecía. Ensayaba nuevas posturas, nuevas formas de tocarme buscando no solo mi excitación, también la de ellos, que sabía que existía por el movimiento rítmico de sus hombros. Había algo que les gustaba especialmente y lo hacía en último lugar, cuando el olor a almendras era capaz de traspasar el cristal y adivinaba en las caras repletas de acné unas ganas enormes de penetrarme. Ese era el momento en que me colocaba como una perrita en celo, expresión que había leído en una revista, y les mostraba mis orificios. Casi al final dejaba unos segundos de presionar el clítoris, me chupaba un dedo volviendo la cabeza para que lo vieran y lo introducía con lentitud en el orificio anal, solo un poco. Pobres, después de aquello no aguantaban más.

A las pocas semanas de regresar a la ciudad la tía Micaela murió. Después de su funeral no volvimos por el pueblo hasta que hubo que vender la casa. Fueron tres meses intensos los de aquel último verano, cuyo olor a almendras me gusta recordar cada vez que la desidia se instala en mi vida. Ahora, tras cinco años de matrimonio, me enfrento a un posible divorcio. Es curioso, mi marido me acusa de no haber tenido nunca imaginación para el sexo.

Lydia Cotallo crece en una familia numerosa en la que los libros no pueden ser una prioridad y descubre el amor por ellos de la mano de su madrina. Lectora insaciable desde sus primeros años, cuentista desde niña y de algún modo, como el personaje de Camus, extranjera.Desde una posición de voyeur de la realidad nacen la mayoría de sus historias, a las que viste de ficción. Sus personajes son variados; ha dado voz a psicópatas, violadores, perros, moscas e incluso a cucarachas, pero casi se podría asegurar que lo que más le gusta es escribir sobre mujeres. Mujeres como la vecina del quinto, la peluquera, como tú, querida lectora de este blog, quizás como ella.Sus textos pueden encontrarse en redes sociales, numerosos libros colectivos y revistas literarias, a veces a través de sus heterónimos Frida, Miss Fibber y Ciudadana Kane. Es habitual de los encuentros literarios de Madrid, donde nació y reside. Ha presentado un gran número de libros de otras autoras y autores, impartido talleres de microficción y participado en mesas redondas relacionadas con la creación narrativa.