'Un té con Hipatia' de Ana Birlanga Bellod

23.03.2021

La muerte, como tantas otras cosas, no existe del todo hasta que alguien del mundo de los vivos no repara en ella. Esto solo lo sabemos algunas almas privilegiadas que, por insignificantes, podemos morirnos en público sin que nadie se dé cuenta.

Aquella tarde, aunque no me apetecía, decidí asistir a la tertulia. Había quedado en ir con una compañera de taller y no quería dejarla colgada. Ya en el metro comencé a sentirme mal, supuse que se debía a mi desgana unida al calor que hacía en el vagón. Conocía los síntomas de aquella depresión que iba y venía periódicamente desde hace unos años. Cerca de la última estación, recibí el mensaje de mi amiga avisándome de que se le había complicado la tarde y no asistiría a la tertulia, lo que significaba que ahora estaría yo sola entre un grupo de hombres cargados de títulos universitarios, másteres y una lista de libros publicados de los que alardeaban a la mínima oportunidad, aunque en la mayoría de los casos solo los hubieran leído sus madres, unos cuantos amigos y algún que otro ligue. Aun así decidí ir. Nunca se sabe.

Llegué a la vieja biblioteca cuando ya estaban empezando. Saludé y me senté en un extremo de la larga mesa. A los diez minutos ya estaba arrepentida de mi decisión. Salí a fumar un pitillo simulando atender una llamada ineludible. Volví a la sala y me hice un té antes de sentarme de nuevo. Continuaba hablando el mismo tertuliano que, aprovechando no sé qué, introdujo la lectura de su último y soporífero relato que describió como "un pequeño texto". Puse los codos sobre la mesa sujetando la taza de té hirviendo entre las palmas de mis manos, apoyé mi frente en la base de los pulgares y cerré los ojos. Es una postura que utilizo muchas veces para evadirme, me relaja y reconforta. Creo que algo así debía sentir Heidi cuando agarraba el cuenco de leche caliente que le preparaba su abuelo. No era la primera vez que adoptaba esa pose así que, si alguien se daba cuenta, pensaría que la utilizaba para reflexionar sobre la interesante exposición.

Habrían pasado unos minutos cuando sentí un sueño denso, similar a la anestesia de los quirófanos, al que fui incapaz de resistirme. Cuando desperté todo parecía estar en el mismo punto, la taza seguía ardiendo y el pequeño texto continuaba su triste curso, pero enseguida supe que algo extraordinario había sucedido. Mi mirada tenía una perspectiva diferente. El tertuliano terminó y todos empezaron a debatir sobre el contenido de su relato. Comencé a escuchar opiniones rimbombantes que hablaban sobre filosofía y corrientes literarias. Sus aportaciones me perecían ridículas. Rebatí con sólidos argumentos toda aquella sarta de chorradas, aquella colección de citas manidas y premisas obsoletas. De pronto tenía la certeza de saber la verdad de todo. Hablaban entre ellos como si no me escucharan. Yo reía a carcajadas comprobando su ignorancia y parecía no importarles. El pequeño Rocamadour debió experimentar lo mismo en aquella pieza parisina mientras escuchaba las absurdas disertaciones de aquellos pobres aspirantes a malditos. Le imagino durante unas horas componiendo sublimes obras de jazz y los más estremecedores poemas, hasta que alguien reparó en la frialdad de su frente. Andaba yo en esos pensamientos cuando, desde la cuarta balda de la estantería de la derecha, vi como Cortázar me hacía un guiño y levantaba el puño con el pulgar hacia arriba.

Mi percepción del tiempo había cambiado pero supe que habrían pasado unas dos horas cuando los tertulianos empezaron a levantarse y ponerse sus abrigos. La taza seguía calentando mis manos. Les vi salir de la estancia hablando pedantemente entre ellos. Ninguno reparó en que yo seguía allí, en la misma postura. Ahora se irían solos a sus casas, se comerían las tres lonchas de york rancio que les quedaba en la nevera y se sentarían en el sofá a ver uno de esos programas para intelectuales que combinan futbol y cotilleo. Luego se quedarían dormidos mientras se la cascaban fantaseando con la foto de uno de sus contactos de facebook al que llevaban varias semanas tirando la caña. Me sorprendió la cruel certeza de mis pensamientos.

No sé cuánto tiempo estuve allí disfrutando de todos aquellos libros que ahora nada me ocultaban. Pude charlar con Zweig , me confesó que Crescencia era en realidad una prima lejana y él solo tuvo que relatar su historia. Nietzsche es un hombre muy divertido que, lejos de lo esperado, no quiso hablar conmigo de si dios ha muerto o no, él estaba más interesado en el éxito del fenómeno mannequin challenge que aquellos días petaba las redes. Alfonsina me expresó su malestar por ser más conocida gracias a la canción de Sosa que a su obra, aun así la tarareamos juntas. Especialmente emocionante fue mi encuentro con Sampedro, a ambos se nos escapó una lágrima que, con mucho esfuerzo, consiguió materializarse en mi mejilla. Pavese me echó la bronca por haber dejado a medias El oficio de vivir, me perdonó al saber que le nombro en algún poema. Recordé con Carmen Martín Gaite aquel chocolate caliente compartido en los ochenta y pude expresarle mi orfandad desde su partida. Y así, un número interminable de experiencias alucinantes. Mientras, mis dedos continuaban abrazando el calor de la taza té.

Debieron pasar horas, la biblioteca cerraba a media noche, y yo era poseedora de una enorme pero liviana sabiduría. Hipatia me había desvelado el misterio que envolvía su virginidad y su asesinato haciéndome prometer que no lo revelaría. Mantenía con ella una apasionante charla sobre feminismo cuando nos interrumpió la voz del bedel -¡Oiga! Voy a cerrar. Tiene que marcharse.- Subió la voz -¿No me oye? Voy a cerrar.- Escuché sus pasos acercarse por mi espalda. Sentí una presión en mi hombro y en el último instante, como un oscuro augurio, el tacto gélido de una taza resbalando entre mis manos.

Ana Birlanga Bellod nace en Madrid en diciembre de 1967. Estudiante perpetua de poesía y literatura, es autora del libro de poemas Miel de asfalto publicado por Huerga & Fierro Editores en 2019. También pueden leerse sus poemas en la antología 54 poetas que corrieron la maratón de Chicago (Ars Poetica 2018) y en Puente de Poesía (Hispano-Chilena Ediciones 2019). Ha colaborado en la revista Aschel Digital y publicado en diversos fanzines poéticos como Arroz Negro. Asidua de la vida literaria madrileña, participa activamente en recitales y eventos de la ciudad.