'Somos polvo' de Ana Bustamante

01.08.2023

Mi infancia estuvo llena de enormes espacios que se me hacían tan cercanos y al mismo tiempo tan extensos, que en ocasiones me aterraba caminar sola. Desde el monte divisaba una franja marrón que delimitaba el azul del cielo y detrás de aquella franja… todo y nada.

Aquel paisaje era el destino lejano e incierto que separaba mis miedos de la esperanza. Imaginaba que si alguna vez lograba alcanzar ese horizonte, solo encontraría un precipicio donde caer sin retorno. Otras veces soñaba que el mundo empezaba a partir de esa línea, una vida llena de sensaciones únicas y excitantes.

A finales de primavera, el olor a paja que desprendía el trigo recién cortado se metía en mi nariz y me hacía estornudar. El aroma balsámico del espliego creciendo salvaje en las cunetas o el indescriptible perfume de las amapolas, junto con el de las hojas de los pinos, me resultaban, en aquellos años, empalagosos y molestos.

Cuando llovía observaba cómo la tierra agrietada formaba ríos serpenteantes que avanzaban como culebras directas hacia el horizonte y que al llegar a ese punto, caían por una enorme cascada que inundaba lugares paradisíacos (eso pensaba, ilusa de mí). En esa agua navegaron cientos de horas mis sueños, pero la sequía no conoce fronteras e invadía también aquellos terrenos y mi alma, como un castigo divino. Como una penitencia. El sol quemando las horas. Las plagas de langosta. Las moscas. El estiércol de las granjas. El sabor ácido de la verdolaga. El olor a matanza de la despensa de la tía Eulalia y el de la naftalina de las mantas en invierno. La pestilencia rancia de pueblo. El hedor de una infancia estancada en el ayer de todos mis antepasados.

Nunca amé mi tierra. Nunca tuve apego al pueblo que me vio nacer. 

El cementerio estaba lleno de lápidas con apellidos conocidos, incluidos los de mis padres que murieron cuando yo era muy pequeña. Todos habían vivido del campo y todos descansaban bajo tierra. Cuerpos descomponiéndose en los mismos prados que habían cultivado año tras año, dejándose la piel hasta su último aliento.

Yo anhelaba el anonimato de las grandes ciudades. Me sentía atrapada y extraña en mi propia tierra. Crecía sin futuro y aquellos parajes me resultaban asfixiantes. Ante mis ojos, solo campo. Miles de hectáreas de arcilla, polvo y barro. Sequedad, barbecho y terrenos cultivados. Piedras en el camino que me hacían desear salir corriendo de aquel pueblo pequeño y aburrido.

Mi abuelo me enseñó a orientarme a través de las estrellas. Aprendí sin brújula los puntos cardinales. El carro, la osa mayor, la estrella polar que siempre apunta hacia el norte. Era capaz de situarme en cualquier dirección, sin embargo, nunca ubiqué mis emociones ni conseguí disfrutar de aquel cielo y todas las constelaciones.

Hasta mi habitación llegaba el perfume de tantas y tantas plantas aromáticas que podría reconocerlas con los ojos cerrados sin margen de error, pero se me pegaban al paladar y me oprimían el pecho como si no pudiera respirar. 

Aquel lugar tan primitivo y rural me ahogaba. Lo abandoné en cuanto cumplí la mayoría de edad.

Llegué a la capital con la piel curtida por el sol y una pequeña maleta cargada de ilusiones. Unos zapatos llenos de polvo que limpiaba sin éxito porque, aunque sólo yo era capaz de verlo, el polvo aparecía en cada pisada, pegado a mis talones y cosido a punto de cruz entre los dientes.

Así fue durante varios años. Me convertí de nuevo en una sombra. Fui entonces verdaderamente una extraña. Rodeada de polvo terroso y sucio como el de un ladrillo aplastado. Mi acento cerrado. La mirada inocente. Y un día lo supe, la tierra no desaparece aunque cambies de lugar. La tierra te persigue allá donde vayas. Somos polvo.

En la ciudad tampoco encontré la calma. Una intrusa intentando encajar en lugares donde a nadie le importaba quién era y menos aún quién deseaba ser. Los hidrocarburos de los tubos de escape, las luces, el ruido, la contaminación, los contrastes... Me comí todo el asfalto casi de golpe, bebí todos los bares y besé a demasiadas bocas que jamás recordaron al día siguiente mi nombre. Sola y perdida en tierra de nadie, en una selva urbana de edificios.

Mi abuelo murió de viejo (así deberíamos morir todos). Sin dolor. Sin enfermedades. Dormía y ya no despertó. Regresé para darle el último adiós. Después de horas velando su cuerpo sin vida, subí al monte para despejar mi cabeza y descubrí que ni el monte era tan alto ni el horizonte tan lejano. El olor de los campos impregnó mis fosas nasales, abrió mis pulmones y de pronto sentí morriña de mi infancia. Todos los recuerdos llegaron de golpe. Lloré como nunca lo había hecho. Derramé lágrimas por mi difunto abuelo y por la niñez que no tuve, por esa caprichosa rebeldía que me hizo resistirme a apreciar la belleza de esos campos.

Bajé al pueblo y caminé por la plaza observando cada rincón. Me reconfortó descubrir que todo permanecía tal y como lo recordaba. Era martes y el mercadillo estaba como antaño, repleto de puestos de fruta y el de los pollos asados. Busqué entre la gente alguna cara conocida, pero nadie me resultaba familiar. Creo que en aquel momento sentí decepción y pena.

Al pasar junto a la iglesia escuché con total nitidez la voz de mi abuelo repitiendo lo que siempre me decía: "Miras sin ver, todo lo que necesitas está frente a tus ojos, no busques más allá". Supongo que los mayores siempre tienen razón. Me reconcilié con mis demonios. La tierra me abrazó como si nunca me hubiera marchado de aquel lugar. Mi tierra no guardaba rencor, ni tampoco sus gentes.

Desde entonces mantengo un idilio imperturbable con el silencio y en el patio de la casa de mi abuelo llevo décadas recogiendo el polvo, manteniendo vivas las tradiciones y respirando como nunca el mágico olor a pueblo. El de mi pueblo.

Se define a sí misma como una mujer anormalmente normal. Escribe desde que recuerda. Opina que en Literatura hay tres palabras que han sido, son y serán mágicas y que abren el inicio de muchos cuentos: "Érase una vez...". Escucharlas despierta la imaginación y abren las puertas a diferentes mundos donde todo es posible.

Desde febrero de 2020 ejerce de Coordinadora Editorial del Blog de Arrebol Agencia Literaria. 

Escribió su primer libro de relatos El deseo viste de verde, publicado en 2018, durante los trayectos de tren de camino a su trabajo. Posee un claro sello de identidad inconfundible en su narrativa que es la constante presencia de los sentidos y su capacidad de explorar el mundo a través de las emociones.

En enero de 2022 publicó su último libro de relatos Desnudarse del revés en la Editorial Cuarto Centenario.