'Sin-vergüenza' de Ana Bustamante

05.01.2021

Todo comenzó en Madrid a finales de 2016. Un año marcado, entre otros acontecimientos, por devastadores ataques terroristas, la victoria de Donald Trump, la muerte de Fidel Castro, el "Caso Noos", el Nobel de literatura para Bob Dylan... Un año que, a pesar de todo, parecía sonreírle. Mi protagonista superaba las semanas y los meses cruzando los dedos implorando que el reloj se detuviera, aunque no sirvió de mucho porque con el tiempo comprendió que había resultado ser el año más falso de todos los vividos.

Sitúo la historia en ese contexto espacio temporal para parecer inteligente, imitando a esos escritores que sienten la necesidad de adornar sus textos para colgarse la discutible etiqueta de "buen escritor", pero en realidad lo que voy a narrar podría haber sucedido en el 2020 inmersos en esta pandemia que nos asola o en cualquier otro momento histórico.

¿Quién decide cuándo un relato, una novela o un poema, es bueno o malo? Huyo alegremente del estigma que conlleva ser escritor como si se tratara de un título nobiliario, como si destilar palabras estuviera por encima de cualquier otra cosa. Con una enorme sonrisa le doy la espalda a esos círculos tóxicos y anticuados que siguen pensando que escribir es privilegio de unos pocos. Una cosa es la historia de la literatura y otra muy distinta la literatura que nos ofrece la vida.

¿Todo está escrito? Es posible, pero lo que pretendo contar da igual cuándo sucedió, no importa dónde, ni quién, lo que verdaderamente interesa es cómo y quizá por qué. Aunque esto último sigue siendo lo de menos. Los porqués casi siempre llegan tarde, aportan poco y habitualmente se convierten en jueces buscando culpables.

Empecemos...

Aquella tarde de otoño renuncié a algo importante. Lo hice conscientemente porque resultaba tremendamente tentador y la única vía de escape. No fue algo premeditado, aunque sí surgió como surgen las oportunidades en momentos de crisis. Actué como una visionaria que de pronto analiza necesidades y ventajas para lanzarse en picado a las pasiones mundanas. Durante muchos días y una sola noche, abandoné la vergüenza. La acomodé en la bañera después de depilarme, no sin antes dejarle el albornoz, un libro y el paquete de tabaco cerca. Pensé que si tardaba en regresar a por ella, al menos no cogería un resfriado ni moriría de aburrimiento. Mientras, con la piel tersa y suave, oliendo a limpio, pero no a pureza, desinhibía, a pasos agigantados, mente, cuerpo y alma. El trío perfecto para cumplir un sueño. Al llegar a la altura de la puerta, sin abandonar aún la estancia, giré sobre mis talones y, como si fuera un director de cine, pedí una panorámica horizontal de barrido sobre la bañera, la vergüenza flotando, las gotas cayendo por la mampara y un primer plano de reconocimiento de la cajetilla reposando inclinada sobre el libro. Sonreí satisfecha, la perspectiva de aquella escena había tomado el protagonismo que merecía.

Llegué a mi cita más tarde que pronto, la puntualidad no era mi fuerte y eso unido a los nervios del momento hicieron bajarme en la estación de metro equivocada. Corrí escaleras arriba para cambiar de andén y sequé con un pañuelo de papel el sudor del cuello y de la cara, con pequeños golpecitos para no estropear el ligero maquillaje que con tanto cuidado había depositado sobre mi tez imperfecta y descuidada.

Él esperaba en una acera estrecha y concurrida. Le saludé con la mano y aceleré el paso al mismo ritmo que los latidos del corazón. El pulso se me subió a la garganta y mientras avanzaba intentando respirar por la nariz, mi boca se abrió como un perro sediento y empecé a jadear antes de tiempo. Respirar o morir.

Era nuestra primera cita. Tonteábamos desde hacía un tiempo, eso que llaman atracción por no etiquetarlo como deseo. Racionalizar los sentimientos estaba de moda, pero yo me había propuesto marcar tendencia y dejarme llevar por lo que me pedía el cuerpo. Ya no había vuelta atrás. Parada frente a él me sentí pequeña e insegura, pero recurrí a la sonrisa, desvié la mirada y le di un ligero beso en los labios a modo de saludo. Él sonrío sin dejar un segundo de mirarme.

Charlamos, bebimos, comimos y fumamos, hasta que llegó el momento de la despedida. La noche concluyó en el comienzo de unas escaleras mecánicas, sin nada más que unos cuantos besos e inocentes caricias. Descendimos por separado hacia el mismo andén en diferentes vías. Nos miramos a lo lejos sin dejar de sonreír ocultando en solitario el calentón del momento.

Llegué a casa contenta, confundida e insatisfecha. El calor del hogar me atravesó el cuerpo y se acomodó en el estómago. Cerré los ojos e imaginé que él hundía sus dedos en mi cabello y me besaba. Jugué con su lengua enredándome en ella. Mordisqueé sus labios. Le acaricié los brazos. Desabroché su camisa. Le quité los zapatos. Agarré su mano y tiré de ella por el pasillo interminable. Sin dejar de mirarle. Sin dejar de desearle. Encendí la luz del baño, miré hacia la bañera y descubrí que ella ya no estaba.

Una pequeña nota reposaba encima de un cigarro consumido a medias. Decía algo así: 'La próxima vez piensa mejor con quién quieres perder la vergüenza'. 

Ana Bustamante, nació en Madrid el último día de 1968. Su trayectoria profesional la enfoca en la gestión, liderazgo y desarrollo de equipos, primero en el ámbito sanitario y actualmente en el sector de seguros.

Se define a sí misma como una mujer "anormalmente normal", sensible, llena de deseos e ilusiones.

Ávida lectora, apasionada de la Literatura, escribe desde que recuerda. En la vida y en sus textos, se deja llevar por lo que siente y se "desnuda" en su primera publicación: "El deseo viste de verde" (Izana Editores - 2018).

Duerme poco, prefiere soñar despierta y juega a capturar los instantes para después proyectarlos en sus relatos.