'Sexo, amor, locura, una barrera de incomunicación y tristeza' de Antonio María Infante Gómez
Cuando Luis García Berlanga, primer director de la colección de novela erótica "La sonrisa vertical", de Tusquets, anunció por la radio que habían decidido editar esos libros en formato de bolsillo, lo justificó con un argumento práctico, pues de ese modo, dijo, el libro podía sostenerse con una sola mano "dejando la otra libre". No profundizó en el argumento, que en su rotundidad elevaba hacia el humor algo que de otro modo, dicho públicamente, habría resultado grosero. Y sin embargo dijo algo obvio que sólo un humor sutil permite que sea sugerido: que los lectores de esa colección de libros podían terminar masturbándose durante la lectura de esos textos, y que seguramente muchos lo harían. Lo que dijo era algo tan simple como que el erotismo, al igual que otros géneros literarios, tiene como fin en sí mismo la satisfacción de las pasiones del lector. Tal vez, la literatura, como en general cualquier arte, no pretenda realmente algo muy distinto.Puedo plantear ahora una primera tesis: la pornografía puede ser un refugio para el alma torturada por la incomunicación erótica del mundo. Pero vamos muy deprisa. Rebobinemos...
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El espacio de la intimidad, sexo y amor.
Todos estamos rodeados de un espacio, físico y emocional, circundante a nuestro cuerpo, como un aura de unos 50 centímetros de grosor, cuya ocupación por otra persona, sin aceptación por nuestra parte, puede llegar a adquirir caracteres de invasión. En cualquier tiempo y espacio, si no hay consentimiento para la ocupación por otros de ese espacio íntimo, y esa ocupación tiene lugar, siempre hay sensación de invasión. Sólo es lícito vulnerar esta norma cuando determinadas circunstancias, tales como la sobreocupación del vagón en que viajamos, o el espacio disponible en un ascensor, nos impiden mantenerlo libre de otros. El gesto indescifrable, la cara de póker, indiferente a la atracción o a la repulsión ante otros que nuestro cuerpo ha aprendido a mantener en esas situaciones, y que también requiere de un aprendizaje, se convierte en la barrera protectora hacia uno mismo, y de respeto hacia los demás, al sentir invadida nuestra mutua intimidad. Lo que no impide que se puedan producir ilícitas miradas furtivas, aprovechando los escasos espacios en sombra en el espacio público. Pero en esas circunstancias de aglomeración humana la ocupación por otros de nuestro espacio íntimo, no hay más remedio, siempre se tolera. Aunque, bien lo sabemos, no se trata de una aceptación desatenta y sin condiciones. Una palabra inesperada que quiebre la tregua, una mano inoportuna, o simplemente un gesto que en su aparente inocencia revele intención, violentará el implícito acuerdo. Estas invasiones normalmente quedan en sombra, simuladas por el sujeto actuante y silenciadas por el pudor de quien las padece, cuando las rehuye sin hacer ruido, pero a los habituales del metro, en ocasiones, nos sorprenden los bruscos altercados que surgen aquí o allá.
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El sexo, en sombra.
El orden tiende a la entropía, al equilibrio, a la baja temperatura, al control; en definitiva, tiende a la frialdad de la muerte. El desorden es lo contrario (neguentropía lo llaman algunos), desequilibrio, ebullición, descontrol, y es el secreto mecanismo ardiente de la vida. El sexo, que está en el origen de ese mecanismo, es un misterio difícil de resolver. Porque el sexo supone una poderosa fuerza de atracción entre los cuerpos que, para poder manifestarse, ha de quebrar las barreras naturales entre aquéllos que nos distancian a unos de otros. En la familia y en la escuela se educa para poder desenvolvernos en el orden social, que se mueve a plena luz en la holgura de los espacios públicos, en la distancia pudorosa entre unos y otros. Así debe ser. Pero no se educa, no se puede educar, en el desorden del acercamiento erótico, donde sólo la poderosa fuerza del instinto puede ser capaz de hacer saltar esas barreras, que también eso es lo que puede desencadenar una mirada, una caricia, un beso, un roce... El erotismo ocupa siempre los bordes borrosos, los lugares en sombra de la vida. En el ámbito público no puede, porque no debe, hacerse explícito. Los suyos son lugares sin luz, apartados, alejados de la vista de todos, tales como los parques durante la noche, los descampados y las ruinas urbanas sin iluminación, o, claro está, la privacidad de las alcobas. El sexo prohibido y también el permitido, el vergonzante y el que enorgullece, el que bordea el delito y el que no, se expresan en la sombra. Es curioso, y produce una cierta inquietud, que sexo y crimen coincidan en los mismos escenarios y en los mismos momentos.
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Seducción y cortejo.
El cortejo y la seducción, aunque juguemos a que no es así, también pertenecen más a la sombra de lo privado que a la luz de lo público. Marcan la frontera entre lo permitido y lo prohibido y hacen posible la transición entre uno y otro terreno. El primero atribuible al varón y la segunda a la mujer, serían éstos los instrumentos que activa la naturaleza, en todas las especies sexuadas, para romper el tabú de la distancia y permitir el acercamiento consentido de los cuerpos, mediante la ocupación mutuamente querida de ese espacio privativo de cada individuo, con intención de que se produzca el acoplamiento sexual. El vínculo emocional consiguiente, o precedente, a ese acercamiento, que llamamos amor, deviene en una potente fuerza espiritual, que puede llegar al delirio, a la locura, y que activa la perduración en el tiempo de esa relación. Pero lo que con todo eso se pretende no es otra cosa más que el acoplamiento sexual. El cortejo y la seducción han de valerse de un lenguaje, no sólo verbal, comprensible, y admitido como válido, por una(o) y otro(a). Lo excesivo en estos asuntos, en forma de exacerbada timidez o, por contra, de alegre desinhibición, siempre puede dar lugar a un profundo y frustrante desencuentro.
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Lirismo, poesía y terror.
El juego amoroso, supuestamente ingrávido, alegre, enseguida se vuelve serio. En el amor siempre hay algo de lo que no se habla. Hay algo prohibido. No lo está ese juego ingrávido y alegre, antes de volverse serio. Lo entreveramos, es cierto, con risas, pero no nos engañemos, porque habita la sombra, la del ansia, que puede derivar en verdadera angustia, la que impone el instinto al exigir su cumplimiento. Por eso su territorio es la sombra. Los rostros de los amantes pueden moverse en la amable cortesía del consentimiento, que pide siempre una sonrisa amable, y en la ruptura de la rigidez del orden, lo que nos puede llevar en los prolegómenos incluso, ya digo, a la risa. Pero cuando a continuación del juego primero el gesto empieza a transfigurarse, y a desfigurarse, desde su relajada formalidad pública, hasta el inaceptable del abandono, de la búsqueda ansiosa, puede que hasta angustiosa y morbosa, del placer, se desvela entonces el rostro severo, imperativo, nada amable, gravoso, de un mandato. Ya no hay sonrisa ni risa que valgan. El cuerpo ajeno, y el propio, adquieren una dimensión absoluta que humilla y somete a la soberanía del instinto todo lirismo. El amor desatado en la búsqueda plena e imperiosa del placer abandona su cielo provenzal y, de repente, bruscamente, el educado, amable, gentil amante Jekyll se transforma en el desconsiderado, brutal y lascivo Hyde. Un Hyde que desatado de contenciones y lirismos puede, si atendemos a su rostro, llegar a dar miedo. Porque lo que da miedo es el rostro del amante abandonado al placer, transfigurado en otro distinto al rostro conocido.
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La tristeza del monstruo.
De adolescente, ante la visión de las primeras fotos pornográficas, había dos imágenes que en su explicitud me producían una honda conmoción: la del pene erecto, inesperadamente desproporcionado, con tonos amoratados; y, sobre todo, la imagen del rostro de los amantes abandonados al placer. Porque en esos rostros era como si otras personas diferentes, unos desconocidos, los habitaran, surgiendo inesperadamente desde un lugar íntimo, inaccesible y tenebroso. Un monstruo, sí, nos habita. El amante, llegado ese momento, se transfigura en alguien otro, irreconocible en su abandono al placer, puro delirio que reitera movimientos compulsivos que se van acelerando como si de una crisis de locura se tratara. Y eso da miedo. Puede llegar a producir espanto. Tanto como para que el amor en su expresión más galante, lírica, se aterre, y recoja velas porque el miedo lo frena y renuncia a ir más allá.
Todavía reconozco en mí a ese niño, que en algún lugar del espacio tiempo quedó abandonado, a la deriva, y convertido en monstruo, un monstruo aterrado, incapaz de digerir el drama eterno y silenciado de nuestra vida.
Así lo veo porque así lo siento. La incomunicación erótica inunda el mundo de toneladas de tristeza. La pornografía, radicalmente sí, puede también ser un refugio ante la incomunicación erótica, donde se canalice todo aquello que, teniendo necesidad imperiosa de expresarse, queda silenciado por férreos mecanismos inhibidores. Y si la pornografía puede suponer la manifestación de una patología para su usuario, que eso está por ver pero que estoy dispuesto a admitir, es seguro que hay patologías peores que, sin embargo, se evitan, o se mitigan, si las pulsiones sexuales, incontrolables por definición, se canalizan por esa vía.

Antonio Infante (Madrid, 1955), licenciado en ciencias económicas, he dedicado mi vida profesional a la administración de empresas. No he sido feliz trabajando. Sí lo he sido afrontando los retos que la vida ha ido imponiendo. Mi anhelo es vivir y morir en paz con los hombres y con el mundo. Y tener voz propia, una voz que sea capaz de expresar mi experiencia de vivir. Vivir es dar ejemplo. Nada más. Y nada menos