‘Normal y corriente’ de Ana Birlanga Bellod
Descubrieron el cadáver bajo los fresnos, a orillas de un afluente del Jarama. A su lado, tres leves promontorios con forma rectangular presagiaban que no sería el único cuerpo que encontrarían...
Era un hombre normal y corriente en todos los sentidos, tan normal y tan corriente que él mismo se frustraba al pensarlo. Llevaba una buena vida normal y corriente, de casa al trabajo, del trabajo a casa, alguna cerveza con los compañeros, un poco de cine, lectura, algunas excursiones y viajes, lo normal. En ocasiones había intentado salir de esa normalidad probando alguna droga: maría, coca, pastillas diversas e incluso heroína, pero parecía inmune a todo ello. No le daba ni frío ni calor. Solo tenía una adicción que, por ridícula, quedaba en el ámbito de la privacidad, era adicto al Aerored, esas pastillas para controlar las flatulencias. Empezó a tomarlas en un viaje a Túnez en el que los trastornos gastrointestinales le ocasionaron verdaderas molestias. Desde entonces no dejó de hacerlo, hasta el punto de que las consumía como quien se fuma una cajetilla de tabaco al día. Pero había algo mucho más oscuro que nadie hubiera imaginado: lo que realmente deseaba en su vida era ser un psicópata, en concreto un asesino en serie de mujeres. Esta idea ya le obsesionó en su juventud. Cuando tenía veintidós años, el mismo año que murió su madre, intentó asesinar a dos de las chicas con las que salía de vez en cuando. En ambos casos se echó atrás en el último momento. No fue capaz. Ellas ni se enteraron. Lo que le jodía de verdad es saber que no fue por bondad ni por lástima, de ser así no disfrutaría recreando en su imaginación la agonía que hubieran sufrido. Algo genético y ajeno a su voluntad se lo impedía. La repetición mental de aquellos dos asesinatos fallidos calmó su ansiedad durante un tiempo. Luego se sumergió en la preparación de unas oposiciones muy exigentes y parece que consiguió apartar a un lado su frustración. Pero la idea recurrente de ser un buen asesino en serie volvió con más fuerza que nunca hace unos años. Consciente y asumida la premisa de que no sería capaz de perpetrar los crímenes, buscó una forma de saciar su deseo de la manera más veraz posible. Inventó un juego de rol en el que él sería el único jugador. Así, como buen psicópata, planificó sus asesinatos meticulosamente. Invertiría nueve meses en cada uno de ellos, dos meses para preparar la infraestructura, buscar un alquiler que pudiera pagar en dinero negro, documentar su nueva identidad, crear falsos perfiles, etc. Tres meses para vigilar y observar minuciosamente a la víctima y cuatro meses de relación amorosa, considerando que este era el momento álgido del enamoramiento que finalizaría con el cruel asesinato.
A su primera víctima la conoció en unas conferencias sobre comida sana a las que se apuntó después de espiarla durante los tres meses estipulados. Todo fue sobre ruedas, un encuentro de lo más natural. Él no era un hombre especialmente guapo pero sus facciones resultaban muy agradables, su voz era profunda y su mirada a corta distancia siempre le había dado buenos resultados a la hora de ligar. Había alquilado un apartamento que sería su casa durante esos meses y del que debería deshacerse cuando todo acabara. Allí pasaron gran parte del tiempo que estuvieron juntos y allí cometió su primer asesinato, justo a los cuatro meses de relación. En un juego erótico ella accedió a ser atada a la cama con los ojos vendados, entonces él se puso a horcajadas sobre su cintura y muy despacio, le pasó un cuchillo de despiezar atún justo a un milímetro del cuello, sin rozarla. Ella le preguntó qué estaba haciendo, él respiraba agitadamente y le decía -cállate y no te muevas- mientras imaginaba la hemorragia saliendo a borbotones de su garganta y los sonidos guturales de su voz ahogándose en su propia sangre. Cuando consideró que ya debería estar muerta, simplemente echó el cuchillo bajo la cama, se levantó, la desató y le dijo que se marchara, que se encontraba mal y que ya se verían mañana. Ella se fue contrariada pero sin sospechar absolutamente nada. Esperó luego a que el portero recogiera las basuras, salió a la terraza y arrastró dos sacos terreros, uno grande y otro pequeño, cosidos entre ellos por su lado corto hasta el dormitorio. Después de acariciar suavemente el más pequeño con una siniestra sonrisa, los envolvió en una manta. Luego, asegurándose de que nadie le viera arrastró su imaginario cadáver hasta el coche. Pasó gran parte de la noche enterrando aquellos fardos a la profundidad suficiente como para que ningún animal pudiera dar con el cuerpo del delito. Se deshizo del teléfono e invirtió la madrugada en borrar todas las huellas del coche, de la escalera y del apartamento. Ni rastro de ADN. Ahora solo le quedaba desaparecer. Durante todo el proceso había llevado especial cuidado con no desvelar su lugar de trabajo, no hablar de su familia y no frecuentar con su víctima ningún lugar donde solía ir en su vida de hombre normal y corriente, por lo que al día siguiente ella no podría contactar con él, no sabría nada de él nunca más. Para él, ella estaba realmente muerta. La había matado y enterrado.
Así sucedió con las dos siguientes víctimas. Muertas y enterradas. Lo que nunca se le ocurrió calcular es el daño real que les infringía con su repentina desaparición. Una de ellas, la segunda, tuvo un intento de suicidio. Otra no terminó de creerse el engaño y, convencida de que algo horrible le había pasado, se obsesionó con encontrar una explicación y así perdió su trabajo, familia y amigos. La primera víctima cayó en una depresión de la que salió llena de odio y jurando venganza.
Yo soy la cuarta víctima. Conocí a mi potencial asesino por internet. En realidad fui yo quien le elegí. Tras un tiempo charlando por WhatsApp adquirimos la confianza suficiente como para tener una primera cita. Él se había enamorado de mí locamente y le pareció perfecto cuando le invité a comer en aquel pueblecito a las afueras. -Conozco un restaurante- le dije -en el que hacen el mejor conejo al ajillo de todo Madrid-. La cita fue todo un éxito, nos miramos a los ojos y nos prometimos amor eterno con los postres. Luego propuse un romántico paseo por la fresneda del riachuelo que pasaba cerca. No se dio cuenta de donde estaba hasta que vio a sus tres víctimas charlando amigablemente sobre sus propias tumbas. En ese momento fue consciente de que se había dejado algún cabo suelto y de que esta vez la víctima era él. Su juego de rol ahora tenía cuatro nuevas jugadoras y sabía que tenían ganada la partida. No se resistió lo más mínimo. Como un corderito, sentado junto a nosotras, nos contó el relato de lo sucedido con todo detalle mientras se tragaba a puñados las pastillas que le íbamos suministrando.
Descubrieron el cadáver bajo los fresnos, a orillas de un afluente del Jarama. A su lado tres leves promontorios con forma rectangular presagiaban que no sería el único cuerpo que encontrarían. Los investigadores no fueron capaces de argumentar una explicación lógica para aquellos absurdos enterramientos. Desparramados alrededor del cadáver encontraron decenas de envases vacíos de Aerored. Como forense dictaminé muerte por sobredosis. Sin signos de violencia. Suicidio. -Tenía los intestinos deshechos, por lo demás,- dije a mi ayudante -un muerto normal y corriente-.
