'Massachusetts' de Paloma Garzarán

15.12.2020

                                                                                                                         Para Ana Pérez-Urruti


Nunca salgo.

Soy un hombre temeroso y acatador de normas. Sectario por naturaleza: fácil de convencer y leal. Obediente a pies juntillas.

La doctora Segovia dice que deje de beber alcohol, y no lo bebo. El hígado. El colesterol. Ya se sabe.

El doctor Quemadas me comunica que es mi obligación no fumar más, y no lo hago. Los pulmones. La circulación. Lo de siempre.

El sanitario Centoleira desaconseja mi ingesta de marisco, y no lo cato. El ácido úrico. Las intoxicaciones. El bolsillo.

Las autoridades recomiendan no salir de casa, y no lo hago. La pandemia. El Covid. La normalidad.

Si hemos de salir, que no sea sin mascarilla, hidrogel, ni sin guardar cierta distancia de seguridad.

La doctora Sanity, de Massachusetts, me dice por videoconferencia que me relaje. Que no sea tan estricto ni tan duro conmigo mismo. Que salga. Que me relacione y que haga ejercicio. Ansiedad, depresión. Miedo.

Cortocircuito.

Sentado en mi sillón marrón, frente al ordenador, apenas empiezo a digerir las acelgas que me llevo a la boca. Es que no puedo con ellas. No puede ser sano el hecho de ser tan infeliz. No puede ser sano recibir mensajes tan contradictorios.

La manzana verde preparada para ser postre parece que me mira con sorna. Confitada.

Confinados. El mundo está triste y encerrado.

En las redes sociales toda la gente sonríe y está en la montaña. Sin mascarillas. En grupos pequeños. O grandes.

Insisto: no puede ser sano recibir mensajes tan contradictorios.

A lo loco.

A morir por Dios.

A lo tonto modorro me he sorprendido en la calle. Tristes, las acelgas se han quedado en casa.

Entre todos los riesgos, primero sorteo el de electrocución. Elegí un mal día para llevar la mascarilla de luces navideñas en una tarde de lluvia.

¡Anda! No me pasa nada.

Me envalentono. Sonrío. Nadie podría apreciar ninguna de estas dos acciones. Yo ya estoy viendo el letrero de mi restaurante favorito.

Voy.

Entro.

Me siento en el interior del restaurante gallego, a unos seis metros de la otra mesa ocupada.

Pido un bogavante. A lo bestia. Me coloco la mascarilla luminosa a modo de babero. Usted perdone, sanitario Centoleira.

Con la comida me tomo dos pelotazos de Whisky Dyc. Para abrir boca; para no perder el tiempo. Usted perdone, doctora Segovia. El agua para los patos. Ansia viva. Me resbala el líquido ambarino sobre el encendido navideño. No pasa nada.

De postre, tarta de Santiago. Qué cosa más buena. Pago. Sí, sí, me hace factura, por favor. Mi tarjeta de crédito no tirita. Tal vez sí, invisible como una burla bajo la mascarilla.

Hoy es día de locura. Me permito hasta un cigarro. Se lo pido al camarero. Usted perdone, doctor Quemadas. Me regala también una caja de cerillas.

Por mi reloj son las once y media de la noche.

El toque de queda está próximo. No hay que relajarse tanto. En Madrid es a las doce.

Salgo del gallego. Contento.

En la misma puerta me embadurno de gel hidroalcohólico. Por si acaso. No hay que bajar la guardia.

Pierdo mucho, pero mucho tiempo, intentando encender las cerillas con las manos empapadas en gel. Finalmente lo consigo.

Ahora me arden las manos. Literalmente. Con llamas y eso. Vaya gracia. Y toda la caja de cerillas. No así el cigarro. Me cago en Massachusetts y en su forma de pronunciarlo. Ahora en la de escribirlo. Con lo tranquilo que estaba yo en casa.

Agito las manos en un baile frenético hasta apagar el fuego contra el aire y mis pantalones. Antorchas por dedos. Estatua de la Libertad.

Ironía.

Podría robar una joyería sin ser descubierto jamás. Ni una huella dactilar me ha quedado.

Dolor. Rabia. Enrojecimiento. También de manos.

Me pongo la mascarilla. No le veo la gracia a tantas luces. Ni al villancico que las acompaña. Mucho menos a la pila de petaca que me cuelga detrás de la oreja derecha.

Por mi reloj son las once y media de la noche.

Por mi reloj son las once y media de la noche.

Mierda.

Por mi reloj son las once y media de la noche.

A saber a qué hora se me ha parado.

No hay nadie en la calle.

Massachusetts.

Llego tarde a casa. Fijo que llego tarde a casa.

Aprieto el paso.

Tres coches de policía se apostan en mi puerta. Del miedo, casi suelto el bogavante. Que me cago. Ahora es cuando me multan, ahora es cuando me multan... Pero en los coches no hay un alma.

Subo las escaleras de tres en tres, no sea que me quede atrapado en el ascensor con estas prisas por ir al baño. Y por la noche. Y en toque de queda.

Llego a casa. Suelto el bogavante.

Me siento frente a la manzana verde, sabiendo de su indulto.

Para que vea mi sonrisa me arranco el alumbrado navideño. Lo dejo a un lado.

El corazón empieza a frenarse. Y es que estoy en forma. Me cuido mucho.

Obedezco a todos.

En cuanto me crezca la piel de las manos, aquí no habrá pasado nada.

Me tumbo en el sofá hasta quedarme dormido. No me percataré hasta mañana de no haberme quitado los zapatos. Los cubatas, la noche...

Justo antes de quedarme dormido reconozco que hoy he sido más libre.

Y sonrío.

Acierto a farfullar con voz de borracho: Gracias, Massachusetts.

Paloma Garzarán debutó como autora en solitario con su libro de relatos Trilogía del Olvido. También ha publicado diferentes cuentos infantiles, en castellano y en inglés. Ha colaborado con numerosos relatos en Diario 16 y en diferentes libros de antologías de diversa temática. Recientemente ha publicado una novela corta, o más bien relato largo: Negrón en Blanco. Actualmente escribe cuentos infantiles para una aplicación de un famoso canal de Youtube estadounidense, y cuentos para adultos en su blog https://elblogdegarzaran.wordpress.com

Puedes seguirla en redes sociales como @palomejo en Instagram o Paloma Garzarán escribe, palomejo en Facebook.