‘Madeleine o el fulgor’ de Marta Muñiz Rueda
La luz tiembla. La pequeña luz del farol. Tiembla y se tambalea bajo la lluvia, insegura de sí misma, dubitativa, temerosa, frágil, como el amor. Quisiera aferrarse a su esperanza de tungsteno, pero hay un diluvio ahí afuera. Un diluvio de silencios en medio de la noche interminable, confinada. Las noches son eternas desde que han intentado detener la primavera. Madeleine piensa que Neruda debería levantarse de su tumba, regresar desde la eternidad o el infierno, desde un círculo de Dante, el dedicado a los poetas, o donde quiera que esté ese señor y tendría que gritar Pablo, alto y fuerte, profundo, desde su forma corpórea o desde otra fantasmagórica, clásica o casual, que les diga a todos estos señores en tono irónico-épico, a esos cantamañanas egoístas que mueven los hilos del mundo como si fuéramos todos sus títeres a sueldo, esclavos de burdel y barro, que les diga, repito, que hay cosas, seres, ideas, sentimientos, que jamás se detienen. No se rinden.
Esto es así hablemos de primavera, de adolescencia, del sexo apasionado a cualquier edad, de la levedad del ser de Kundera, del fotograma de cine que te impresionó a los veintitrés y aún se repite en tu cabeza o de la música, que no pare la música, que nadie deje de cocinar un filete Sttrógganoff, prohibido atrapar pájaros ni mariposas, que aúllen los lobos, que nos invadan las luciérnagas, que pueda desnudarme sin ser vista bajo el ventilador.
Todo esto pensaba Madeleine mientras seguía observando con sus enormes ojos azules y fríos la luz débil, huidiza, de la farola de la calle que el ayuntamiento de su ciudad había colocado justo al lado de la ventana de su habitación. Una habitación minúscula dentro de una buhardilla coqueta y calurosa, en una ciudad al norte, con vistas a San Marcos y un cielo rosa-frenesí que alguien debió pintar con mucha fe en el barroco de sus sueños. Un cielo rosado perturbado para bien, enloquecido de grados fahrenheit, un cielo febril que solo ella podía degustar desde esa altura de miras.
¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Cómo había aterrizado en ese olimpo de piedra que algún día un loco pintó para sus ojos hace ya varios siglos?
A Madeleine no le gusta lo que tiembla. Le gusta lo que arde, el fulgor, lo que es eterno y permanente, lo que no se rompe por más que duela.
Madeleine nació en Pleven, Bulgaria, una noche de otoño a orillas del río Tucheniza. Vivió junto a su familia en el número 27 de la calle Granaderska, en un segundo piso sobre el Caffé Bogaro, donde sirven unos cócteles divinos, explosivos, efervescentes, como el amor. Un tenor melodramático como pocos, procedente de Cracovia, cantaba los jueves melodías muy rusas y nostálgicas y los domingos se reunían en el local varios poetas húngaros para compartir nubes y lágrimas y todo olía durante un rato a dulce de membrillo y jazmín triste. Madeleine se asomaba a la ventana de su casa, en ese segundo piso de la calle Granaderska y veía cómo temblaban las luces de la ciudad, cómo se balanceaba el semáforo polvoriento bajo el cableado oscilante, cómo los viandantes vacilaban en aquella esquina entre cruzar la calle o tomarse un café solo en el Bogaro. Todo eran dudas. Y eso, a Madeleine, que creció en esa incertidumbre que se instala siempre en la antesala de un divorcio, el de sus padres, la ponía enferma. Se sentía morir.
Platos rotos, puñados de celos, noches en vela, horas de radio. Madeleine cosía y leía, leía y cosía. Contemplaba a las personas que entraban en el Bogaro, imaginaba sus vidas, las escribía de memoria. No eran vidas novelescas, no les pasaba gran cosa a esos clientes melancólicos. Todos tenían casa, coche o bicicleta, alguien con quien ver una película o fumar un cigarrillo, un manojo de certidumbres que hacía de contrapeso a ese tungsteno cimbreante que iluminaba su casa, con una madre inestable que nunca había perdido la esperanza y un padre que la había enterrado para siempre. Un día ella cogió una maleta y se marchó con su amante a Sofía. Y Madeleine se quedó muy quieta en su cama búlgara, abrazada a Borislav, su hermano pequeño, tan diferente a ella y tan amado, y le acariciaba el pelo mientras ninguno de los dos dormía imaginando a su madre en una habitación lejana, entonces Madeleine besaba su cabeza y le susurraba al oído a Borislav: "Yo siempre estaré aquí". Y soñaban con praderas azules.
A pesar del abandono materno, a pesar de la traición y del silencio carcomiendo las paredes de la casa, Madeleine y Borislav se querían tanto que aprendieron a vivir tan solo almacenando en tarros usados cosechas fértiles de mutuo cariño. Atanas, el padre, apenas volvió a hablar. Se iba a trabajar muy temprano, como había hecho toda la vida, y regresaba a casa lleno de sombras, unas sombras densas y alargadas que le robaban la luz a todas las estancias y perseguían a los habitantes de la casa en peldaños y escaleras hasta que la prima Neli las espantaba con un matamoscas rojo medio roto pero lleno de una magia absurda. Así que Madeleine y Borislav hacían su propia vida de niños adultos. Organizaban la economía doméstica con el sueldo que su padre les dejaba en un estante de la cocina. Los billetes oliendo a manzanas, a pan recién horneado, a azúcar glas. Madeleine y Borislav hacían la comida, lavaban los platos, barrían y tendían la colada, untaban las noches de mantequilla acurrucados en el sofá de la sala, se contaban historias de miedo y de amor, llenas de palabras impronunciables y distancias grises, de personajes espasmódicos, grotescos: mezzosopranos-vampiresas nacidas en la Europa comunista, amantes analfabetos, soldados crueles xenófobos, campos azules, ríos de plomo y hormigón, pájaros naranjas cantando liberados.
Los filamentos siguieron temblando y Madeleine y Borislav fueron a la universidad. Fue el único deseo que pronunció el siempre callado Atanas. No les costó cumplirlo. En sus venas latía dormida la curiosidad. Necesitaban alejarse de aquel piso oscuro y gris, de los poetas húngaros y el tenor alicaído, distanciarse del Bogaro y la infancia.
Durante el curso se trasladaron a Varna y en julio regresaban a casa y hacían muy rápido las maletas y entonces se iban todo el verano a un pueblecito pequeño y encantador, donde su padre había nacido y en el que aún conservaba una casa familiar llena de parches y deseos. Sadovets o el ensueño. El río Vit o el espejo de agosto. Borislav pedaleando sin prisa por el sendero de hierba verde y Madeleine sentada en el manillar delante de él, sintiendo la brisa fresca en la piel, cantando bajo el sol del verano por aquellos caminos ondulantes entre praderas de tréboles y margaritas blancas. La plenitud debía ser eso, escuchar en tu oído la risa de Borislav mientras el fulgor del estío y dos pedales te descubren el mundo y siempre el viento en el pelo revolviéndolo todo.
Pero a toda paz la rompe un temblor, esa empecinada manía del destino o la muerte, ese algo que nos persigue para estropear lo hermoso y que habita agazapado entre nosotros, entre la luz y las sombras, entre la ropa tendida y el último rayo, entre una mano abierta y otra que huye, entre los frenos de la bicicleta. Así apareció Andrei, un chico de ascendencia turca. La luna y Andrei. Las locuras y el primer coma etílico y el primer beso. Borislav se alejó y Madeleine se marchó con Andrei a México, porque allí le esperaban un trabajo y otra vida. Un matrimonio secreto, un hijo que murió antes de nacer. Golpes, amenazas, humillaciones. Otra vez platos rotos, amantes incómodas, el maldito desamor. Maletas. Llantos. Maletas. Un vuelo a Buenos Aires. Voy a buscar lo permanente, lo que ha logrado sobrevivir siglo tras siglo. Voy a acercarme a Dios.
Y entonces Madeleine se convirtió en monja. Fue novicia en Buenos Aires. Ingresó en el convento de las Adoratrices esclavas del Santísimo Sacramento y de la Caridad. Se entregó por completo en cuerpo y alma a su única idea de eternidad. ¿Y por qué se convirtió al catolicismo? Por fastidiar a los comunistas, por pura rebeldía y por perseguir con ahínco lo inmutable. Madeleine, como toda descendiente de repúblicas soviéticas que sale y conoce un mundo más allá de los muros berlineses dio un giro radical a sus posicionamientos de origen. Se volvió de derechas, católica, capitalista moderada (era monja, obviamente no tenía derecho a un patrimonio propio, pero le gustaban la ropa de marca y la coca cola). Todo iba bien. La paz regresaba. El manillar, la brisa fresca del Vit, las balalaikas. Calma. Serenidad, a pesar de que el cuerpo se rebela, arde, pide guerra, suda. El panadero es guapo. Se llama Juan. Vencer la tentación. Dormir o arder. El teléfono. Cuando suena de noche suele ser cruel. Borislav ha muerto. Ha llamado Milena, su tía. Un cáncer rápido y feroz. Brutal. No quiso hacerla sufrir. No le dejó contárselo antes. Que no salga de Buenos Aires, su sitio está ahí. Ahora que yo me voy con Dios, ¿para qué va a volver ella a Bulgaria?
Madeleine llora. Siente un puñal en el pecho. Se lo ha clavado Dios o la vida. No lo sabe, pero está muy enfadada. Ya no cree en nada ni en nadie. El dolor es demasiado agudo. ¿He dicho uno? Son cien puñales clavándose en el pecho. Le faltan lágrimas y gritos. Piedad, una monja joven, la agarra por la cintura, le inyecta un calmante a traición. Despierta en una sala de hospital. Se viste y toma un taxi al aeropuerto. Sor Tilegios le ha dejado su antigua tarjeta de crédito en la mesita. Elige el primer vuelo que encuentra en Ezeiza. Se dirige a Lisboa, Portugal. Se entera de esto en el aire. A su lado viaja un hombre maduro que se llama Plácido y que es productor teatral. Es atractivo y doliente y como ella, lleva escrita en la cara la palabra naufragio. Este hombre le gusta. Le pide sin falso pudor que la ayude a aprender algo más sobre sexo, que la instruya. Nunca lo ha experimentado con libertad y ya tiene la edad suficiente para no perdérselo, y planteado así, con franqueza, a un maduro irresistible y triste, ¿qué podría salir mal?
Plácido no quiere saber nada. Está desesperado, busca a otra persona, una maga o algo así (le cuenta) y no tiene cabeza para sexo a lo tonto, sin amor en la almohada. Madeleine lo abraza. Se acurrucan en Portugal, comparten piso en Lisboa, comparten galletas, cojines, filetes de ternera, películas de amor, farolas cimbreantes, la desembocadura del Tajo, dos fados muy lúgubres y una plaza mirando al mar. Y otra vez la paz y otra vez la guerra. Plácido se convierte en el padre que nunca tuvo y ella en la hija que Plácido quería tener. Vuelan, bailan, compran guantes y libros, hacen tostadas y diseñan canapés. Pronuncian con un polvorón en la boca la palabra fandango. Lloran. Ríen. Coleccionan guijarros y azulejos de colores. Llegan a la conclusión de que sólo el amor sobrevive al devenir de los siglos. ¿Cómo se amarían los primeros pobladores de la tierra? ¿A través de los ojos, de los labios, por instinto? El ser humano tiende a procrear, reproducirse es algo que está en la naturaleza muy presente, aunque ahora no todos lo sintamos con intensidad porque hay guerras, deterioro de las relaciones personales, crisis, desigualdad, escrúpulos y prejuicios sin sentido, el poder de la razón, los índices bursátiles, el Ibex 35, lo abierto, los smartphones, los viajes programados, internet, el consumismo atroz...
Pero el amor se planificó muy bien ya en el mundo antiguo, a pesar de la promiscuidad nacieron los versos de Catulo y de Ovidio, y siguió viajando por los siglos de los siglos en La Celestina, en los sonetos de Shakespeare, en los de Petrarca, vivió en el pecho de Beatriz y en el corazón de Garcilaso de la Vega , y en los versos de Quevedo y en los de Bécquer y en las sonatas de Beethoven y en las óperas de Puccini y en el cine de Bergman y así sigue atravesando fronteras en nuestro pequeño mundo y ahora podemos verlo protagonizando películas, grafitis, poemas en la red, pequeñas ventanas, visillos volando en las tardes de abril. El amor es ese fulgor de azotea que atraviesa los cristales y tiembla en el farol que acompaña a Madeleine y a veces es terrible como una condena y a veces cándido y tenue como una tortilla de patatas o dulce y sensual como los melocotones en almíbar, pero está vivo y nos persigue chispeante bajo la lluvia, por eso Madeleine viajó mucho y lo buscó en hoteles de París, en tabernas de Dublín, en templos de Tokio, en granjas de Ohio y no sabe muy bien por qué de pronto necesitó descansar de tanta búsqueda y encontró una buhardilla muy tranquila en una ciudad silenciosa que se derrumbaba. Y un trabajo como portera y limpiadora cerca de un edificio de piedra muy antiguo bajo un cielo rosa y febril. Abajo hay una tienda de productos regionales, delicatessen traídas por Mario desde diversos puntos de su universo. Llegaron al número 33 de la avenida casi a la vez. Han pasado dos años y hasta ahora Madeleine solo había visto a Mario como a un vecino, como si tuviese solo un "buenos días" y el alma no le diera para más; un vecino que le vendía la mejor miel de la Alcarria, cachopos asturianos, limonadas caseras, lechugas de la tierra, anchoas de Santoña, cremas artesanales de primera calidad. Y Madeleine de golpe le pide respuestas, muchas respuestas: ¿Por qué los chubascos se aíslan y las nubes se dispersan? ¿De dónde sacan las grandes superficies tanto albaricoque para fabricar industrialmente mermeladas? Es muy extraño, porque no abunda el albaricoque en las estanterías. Y Mario le responde. Siempre le responde. Quiere besarla. Mario sonríe y es la única voz al otro lado de los días confinados.
Madeleine baja cada tarde de esa extraña primavera y charlan, comen chocolate de Astorga, prueban mermelada de Madagascar. Por fin su sed de cosmopolitismo estalla en su boca como un concentrado internacional. El vecino con cara de ángel podría ser algo más. El filamento, la paz que se destruye, un destello, el fulgor, un escalofrío proteínico en medio de tanto frío y hambre insensata, de tanta sed de eternidad que sabe a poco.
Mario la ha invitado a cenar esta noche. Madeleine no sabe qué busca. No sabe qué busca él ni qué debería buscar ella, pero se viste de rosa y baja las escaleras con atracción animal. Hay algo en esa tienda pequeña y en esa sonrisa que han logrado que esa herida llamada Borislav cicatrice. La herida está, pero no pica. De repente ya no duele. Y a pesar de la tragedia que se respira en ambulancias veloces, en las voces de la radio, en los titulares en los mass media, Madeleine siente unas ganas tremendas de vivir.
Entra desde el portal de sus horas a través de la cortinilla azul de la trastienda y ve una mesita antigua, endivias, almejas, salsas exóticas, hojas de rúcula y patés perfumados muy brillantes. Pétalos cayendo lentamente, como una lámina de agua en medio de la oscuridad, un poema de Prevért sobrevuela diáfano el aire, huele a nocturno de rosas menores de Gabriel Fauré.
¿Qué has hecho con la luz?, preguntó Madeleine bailando descalza entre las velas.
La luz la tienes tú. Te la has quedado toda. Yo solo guardo un poquito, por si nos hace falta, por si el futuro, por si temblases o temblaras.
Madeleine o el fulgor. Escena final. Allegro, tempo di vals.
Vínculo para escuchar la melodía: https://youtu.be/peZ7P2LNesA
© Texto y música: Marta Muñiz Rueda.
© Edición partitura y video. Interpretación al piano: Mario Pereda.
Marta Muñiz Rueda nació en Gijón (Asturias), en 1970. Estudió música (piano) a nivel profesional y es Licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Oviedo. Escribe desde niña poesía y narrativa. Ha ganado diversos premios literarios, como el 'Certamen Lord Byron' o 'Esencia de Mujer' y ha participado en numerosos eventos poéticos como el I Encuentro de poetas asturleoneses, Versos en el Hayedo de Busmayor o el VIII Encuentro de Poesía San Miguel de Escalada. Ha sido corresponsal europea de las revistas culturales americanas Horizontum y Visítame Magazine.
Ha publicado hasta la fecha: "El Otoño es nuestro" (Csed,2015), "13 cuentos dementes para mentes insomnes (Piediciones, 2016), "Tiempo de cerezas" (Ediciones Camelot, 2017), "Vicente Papá Noel" (Ediciones Camelot, 2018), "Libro de la Delicadeza" (Eolas Ediciones 2019) y "Anna y las estrellas" (Ediciones Camelot, 2020). Forma parte de la compañía de teatro musical infantil 'Moraleja de la Candileja', que tiene como objetivo acercar la poesía de los grandes clásicos en Lengua Española al público familiar. Participa activamente en numerosos encuentros literarios y es columnista de opinión del diario leonés La Nueva Crónica.