‘Los pasos cortos’ de María Guivernau

26.09.2023

Inés siempre caminaba con pasos cortos. Cuando era niña recorría los caminos de montaña de la aldea en la que nació para recoger la leche recién ordeñada de las vacas del tío Ramón, o bajaba a la fuente a recoger agua. Más deprisa o más despacio pero siempre con pasos cortos. Menuda y despierta, siempre lo observaba todo con sus dos ojos castaños, grandes y vivos. Le gustaba detenerse en mitad de su faena a mirar a su alrededor, como tratando de encontrar algo en lo que perderse.

Era la mayor de cuatro hermanos. La única mujer.

El padre, minero, tosco, siempre con el gesto serio, de mirada negra como el carbón que trabajaba, callado salvo para exigir silencio o un chato del vino. Bebía hasta caer dormido, en el mejor de los casos. En el peor, la tomaba con la madre con cualquier excusa para abofetearla sin contemplaciones.

La madre cosía y cantaba. Olía a lavanda. Eso era lo único que Inés recordaba de ella. Su mente había arrojado al rincón del olvido la imagen de aquella mujer que la trajo al mundo realizando el duro trabajo diario: la limpieza, la cocina, el cuidado de los críos, la huerta, los ojos azules hinchados de tanto llorar, el color morado de las marcas de los golpes en su piel.

Cuando Inés tenía diez años su madre le dijo que tenía que dejar la escuela y empezar a aprender a llevar una casa y ayudarla. Ya entonces estaba apagándose y, apenas seis meses después, murió.

El médico del pueblo no supo dar razones concretas. Las fiebres aparecieron, el cuerpo se fue consumiendo hasta que dejó de respirar. Junto a su lecho, en sus últimas horas, Inés colocó un paño húmedo sobre su frente. La madre abrió los ojos y dibujó una sonrisa al verla.

-Huye de las montañas, pequeña mía. - alcanzó a susurrar con un hilo de voz.

El padre nunca soltó una lágrima o, al menos, no lo hizo delante de Inés. El día del entierro de la madre, con los hermanos amarrados a ella lloriqueando entre sus faldas, el único consuelo que la niña tuvo fue el abrazo de la panadera, Pura, una mujer corpulenta que olía siempre a bizcocho recién hecho.

-Sé fuerte, Inés - le dijo.

Los meses que siguieron fueron de duro e incansable trabajo. Inés despertaba al alba para preparar el desayuno y el almuerzo para su padre, acompañaba a los hermanos a la escuela, lavaba, limpiaba, cuidaba de la huerta, de las gallinas, cocinaba y zurcía. Era la primera en despertar y la última en acostarse. A pesar de haber abandonado la escuela, solía acudir de vez en cuando a la pequeña biblioteca a leer algún libro mientras aguardaba el fin de las clases de los hermanos. Temía olvidarse de hacerlo. También canturreaba las canciones que había aprendido de la madre. Cerraba los ojos y las repetía una y otra vez.

El padre, a veces, llegaba a casa muy tarde y borracho. Balbuceaba mientras Inés le ayudaba a acostarse y esquivaba como podía, la mayoría de las veces, los golpes que intentaba propinarle.

Una vez alcanzó a darle un puñetazo y tuvo el ojo hinchado durante días. El padre nunca pidió perdón ni mostró el más mínimo atisbo de arrepentimiento.

El verano que cumplió dieciséis años Inés se enamoró. Conoció a Pablo en la romería del pueblo. Se miraron y bailaron hasta que empezó a anochecer. Él la acompañó hasta casa y la besó en los labios. La muchacha nunca sintió el corazón latir con tanta fuerza.

Dos semanas después, Pablo pidió al padre permiso para casarse con ella. Aquellos dos ojos negros miraron de arriba a abajo a aquel joven, casi diez años mayor que la muchacha, alto y apuesto, de familia decente, comerciante de vinos. Después, asintió con la cabeza.

Inés se casó al cumplir los dieciocho años. Se alejó de la montaña para vivir en un pueblo grande. Los negocios de Pablo funcionaban bien y las rentas eran cuantiosas por lo que viajaron a la capital, donde terminaron instalándose en un piso cercano al centro e inaugurando por todo lo alto una tienda de ultramarinos y, después, un bar donde servían menús diarios y donde Inés se ocupaba de cocinar, servir las mesas y limpiar. Se creyó feliz.

Tenía veinticinco años cuando dio a luz a su tercer y último hijo.

Tenía treinta cuando descubrió la enésima infidelidad de su marido y, al reprocharle su conducta, herida y decepcionada, recibió como respuesta una paliza que la dejó casi inconsciente.

Pablo pidió perdón y ella le abrazó, en un silencio que llegó a ser casi absoluto durante los siguientes meses.

Los hijos crecieron y abandonaron el nido. Hubo que cerrar la tienda porque los tiempos cambiaron y algunos comercios se vieron abocados al fracaso pero siguieron adelante gracias a los beneficios del bar.

Cada mañana, Inés se levantaba al amanecer para abrir y servir a primera hora los desayunos, después elaboraba los menús y algunas tardes el trabajo se amontonaba hasta pasada la medianoche. Caía rendida en la cama mientras soñaba con el día en que Pablo decidiera jubilarse y poder, al fin, descansar.

Pero él dilataba ese momento un año, y otro, y otro. Disfrutaba en compañía de los clientes habituales, charlaba con unos y con otros, jugaba después de comer al dominó, organizaba campeonatos.

El hijo mayor regresó al nido tras un divorcio complicado. Le dieron trabajo como camarero para que pudiera subsistir. Pablo tuvo una excusa más para no retirarse.

Inés se fue sintiendo cada vez más cansada, su mente empezó a perderse. Un día olvidaba echarle sal a la tortilla de patatas, otro día hacía más comida de la necesaria. Una vez, al abrir el establecimiento a primera hora de la mañana, no recordaba dónde estaba ni qué hacía allí.

El hijo le dijo a Pablo que debían pensar en retirarse al pueblo, descansar, cuidar de su madre, disfrutar de lo que habían ganado trabajando, que era mucho.

Pablo se negó. Aquel negocio era su vida.

-Tu madre tiene muchos momentos de lucidez y se vale por sí misma. Podemos encargarle tareas fáciles para que se mantenga entretenida. - dijo.

Inés se sentaba en una de las mesas del bar, en invierno, con la mirada perdida. De vez en cuando hablaba con algunos vecinos, con la nueva novia de su hijo, que además ejercía de cocinera o con alguno de los nietos, que acudían cada vez menos a visitarla.

-Cuando Pablo se jubile, volveremos a las montañas, al pueblo. Ya toca descansar que hemos trabajado mucho.

La gente la sonreía. Siempre decía lo mismo, la misma frase.

Otras veces, se mostraba enfadada, como una niña pequeña, salía del bar dando un portazo y daba una vuelta a la manzana. Al volver, repetía:

-No quiero acabar mis días en este sitio.

El hijo le daba un abrazo pero ella no sentía ya consuelo alguno. Se sentía agotada y perdida. Nada tenía sentido. Estaba atrapada en un lugar por el que no sentía el más mínimo afecto.

Despertó sobresaltada una madrugada. Miró a Pablo dormir a su lado. El pelo blanco, las arrugas surcando su rostro, la respiración tranquila.

Se levantó y se vistió rápidamente. Antes de salir, se miró en el espejo de la entrada. Dos ojos castaños, enormes, la miraban con curiosidad.

-Tengo que hacerlo - le dijo al reflejo - No me mires de esa forma. Tengo que volver al pueblo, a las montañas.

Salió de casa y anduvo hasta el bar. Era de noche. Había recorrido el camino tantas veces en su vida que era imposible olvidarlo.

Entró y recorrió cada rincón tocando con las yemas de los dedos cada objeto: la barra, las sillas, la cafetera, los grifos de cerveza, las botellas de vino, las copas.

Bajó al piso inferior, donde estaba la cocina, y un suspiro se le escapó al mirar las sartenes, la plancha, las ollas… Abrió el gas. Buscó en los armarios una vela y la encendió con uno de los mecheros que Pablo usaba para prender el puro que a diario fumaba después de comer.

Subió las escaleras, salió del bar y cerró de nuevo con llave.

Mientras se alejaba, caminando a pasos cortos, sonreía imaginándose recorriendo de nuevo el camino de las montañas, llegando por fin a la aldea. Y se sintió feliz, por primera vez en su vida.

Madrid, 1978.

Máster en Internacionalización del Sector Cultural y Creativo (Universidad Complutense Madrid). Lectora compulsiva, poeta por necesidad vital. Amante del mar y de la música. Hiperactiva, luchadora, transparente, sincera, empática y feminista.

Experiencia en organización de presentaciones de libros y eventos literarios como, por ejemplo, Voix Vives en Toledo, Poemad, La Noche de los Libros y la Feria Del Libro de Madrid, ExPoesía en Soria, así como conciertos de música de autor en locales y salas de Madrid como Galileo Galilei, Clamores, Libertad Ocho y La Fídula.

Participación en festivales de poesía, recitales, tertulias literarias y conciertos.

Publicaciones:

- "Más de Cien Pasos de Baile" (Ed. Saudade 2015 Poesía)

- "Puntos de Sutura" (Ed. Lumen Rosetta Colección Mapoema 2016)

- "Latiendo a Ras de Cielo" (Ed. Huerga & Fierro 2017 Poesía)

Colaboraciones en Antologías:

- "Bis-capacitados", a favor de la Asociación Esperanza de Benamaurel (Granada)

- "Diagnóstico: ¡Adelante!", a favor de AECC.

- "Cantos Para el Viento: Recreación de diez poetas del siglo XX", a favor de la lucha contra el cáncer.