'La vida en un semáforo' de Ascensión G. Ureña
Aquellas mañanas ya no son las de hoy, nunca volverán a ser las mismas.
Primer día de trabajo tras el confinamiento por la pandemia. Llego al semáforo de siempre y... ¡no está! Lo he situado en él todas las veces, las mil que lo he pensado durante este encierro, ¡de nadie me he acordado tanto! Lo he visualizado en mi cabeza como en una película... ropa limpia, arrugada; cara mal afeitada; peinado, pelo demasiado largo y, en la mano... ese hueco desesperado esperando que caiga en ella una limosna en el tiempo justo del parpadeo del semáforo. Su cara no es de misericordia. Es una cara digna, de vergüenza ajena y propia, con un impulso que tiene una obligación... la obligación de dar de comer. Yo, que no sé nada de su vida, le veo y le siento cada día: varón en paro, sin paro; familia de cuatro; dos hijos, en adolescencia, que se comen hasta las piedras... Ella, con depresión, encerrada en la cárcel de su dormitorio. El trabajo y las ayudas se acabaron... y todo se hundió en el fondo del pozo profundo de la pobreza extrema. Tan verdad como cierto, no porque lo imagino, sino porque lo leo en su mirada que, cada día, con un gesto de impotencia, me lo cuenta.
Uno de los días en los que ya tenía mi euro cotidiano preparado para él, pasó de largo. Su mirada me dijo: «¡gracias todos los días me das!, voy a ver en otro coche...». Mirándolo por el retrovisor vi a uno con alzacuello. Se dirigió hacia él, a pedirle el óbolo de caridad, como siempre, de manera educada, con su mano izquierda tan digna como avergonzada, la otra detrás, en señal de respeto, y la cabeza agachada ocultando su dignidad. El del alzacuello cerró la ventanilla tan pronto como lo vio acercarse.
Nada de lo que pasó era de cristianos ni ladrones. Nadie debería ser incapaz de no dar calderilla esparcida por el coche... El semáforo se puso en verde. Yo la primera en mi carrera matinal, pero mi pie, con rabia, no quiso acelerar, ni mi otro pie embragar, cortándole el paso. Sólo mis ojos, incrédulos, siguiendo la escena, irritada, indignada por dentro y por fuera... Si hubiera sabido leer mi mirada en el espejo hubiera entendido: «¡dale algo, cabrón, que además, te sobra...!». El cura, encabritado, con los ojos desencajados, gritó, pitando como un loco. Arranqué, por respeto a los que miraban esta tragicomedia. Aceleró, supongo que para soltarme algún improperio pero, cuando estaba a mi altura, antes de que abriera su mezquina boca, le solté:
-¡Ése de ahí detrás es tu Jesucristo!
Se descompuso en una mueca de odio... pero no dijo ni media. Aceleró como Fernando Alonso en la salida de un gran premio...
Las lágrimas que aquel día contuve por la rabia que me desgarraba, hoy resbalan por mis mejillas con impotencia... por no saber dónde ni cómo estará pasando esta crisis, este encierro en medio de la nada.
Aquella otra mañana ya lo sabía. Había oído preludios de campanas doblando a duelo. El hueco de su mano había recogido demasiadas miserias, óbolos de misericordia y el lavado de las malas conciencias. Y ahí quedaba, en una mano triste y receptora, todo lo que sobraba. No era solidaridad, era pura caridad lo que goteaba en ese hueco. ¡A nadie tocó!, pero todos le dejaron sus sapos y culebras... y sus virus. Lo sabía, lo supo y trazó un plan... un plan de supervivencia.
El viejo coche del suegro, abandonado en la calle, aún podría llevarles al lugar del que vinieron huyendo del hambre y buscando un futuro. Los niños se negarían, seguro, no conocían otro mundo, ¿cómo encarcelarse por tiempo indefinido en un destierro...? Ella, sería capaz de cruzar el umbral de su cárcel con la ilusión de reencontrarse con su pasado. Eso sostenía sus ya pocas fuerzas. Y, o sacaba a la fiera que todo superviviente lleva dentro, o aquí ya no habría de donde arañar un céntimo. Con todos encerrados.
En el coche, los chicos refunfuñando como ovejas al matadero. Ella, con la vista perdida en otra época, callaba y se dejaba hacer... él tomaba decisiones. Lo consiguieron. Los abuelos, felices, abrieron de par en par las ventanas de la casa para airearla, para arrancar de raíz el olor a los recuerdos tristes. Y rejuvenecieron un jardín en el que la primavera, sin saber de virus, había entrado por la acequia que surcaba el huerto. Rondando entre sus recuerdos, con la sonrisa floreciendo con cada capullo en flor, en los brote del huerto, en las hojas de las patatas y sus florecillas blancas... ella se reconoció y sintió, en mucho tiempo, la punzada de sentirse feliz en algún momento.
Nada es perfecto. Menos para quien no han tenido nunca una sola oportunidad. Él supo lo que tenía dentro, el dolor del ahogo y la fiebre que le consumían alma y cuerpo. Buscó la mentira. Contó que un vecino podía conseguirle trabajo limpiando en los nuevos hospitales que estaban preparando. No hubo preguntas. El humo negro del coche alejándose fue la respuesta, como un rastro de niebla en la última despedida.
Ahora... ella se pasea descalza por las besanas húmedas deslizando su barro entre los dedos, chapotea como cuando era niña. Se mezcla con la tierra, con la vida y, por momentos, olvida... a quien se la ha devuelto dejándose la suya en el intento.
¿Qué por qué sé todo esto...? No lo sé, me lo he inventado... Ahora, la propia vida se ha convertido en un cuento. Sólo hay una verdad... un hombre, digno, luchaba por la suya en un semáforo. Le vi durante un tiempo... ahora no sé dónde está.

Ascensión G. Ureña, contadora de historias, y de versos, que se encuentra por el camino desde que descubrió -desde que recuerda- que necesitaba escribir en papel lo que la hacía y le hace vivir.
Aficionada a capturar con fotos y pintura lo que impresiona su atenta mirada sobre lo que transcurre a su alrededor.
Emplea el tiempo de sus aficiones en la Literatura, desde un club, y en los derechos y la igualdad -en general- de las mujeres desde una asociación. Y disfruta, cuando no escribe, del verde de la sierra y de cada rincón que tenga un poco de historia digna de escucharse y contarse.
No imagina quien podrá leer sus escritos, pero sus letras son una mezcla de la fantasía y la realidad que la rodean -realismo mágico-, con sueños, despierta, y los que, durmiendo, la despiertan para coger el lápiz y poder contarlas.