'La muerte no duele' de Ana Bustamante

02.02.2021

Más dueña de mi propio destino. Más libre, pero mucho más mayor. Aunque seguía respirando hacía tiempo que estaba muerta. Cambié mi posición en el sofá e intenté disimular la barriga que crecía flácida bajo mi pecho. Sujetaba entre mis pálidas y envejecidas manos un libro. Leía con poco entusiasmo una novela que me habían recomendado. Seguramente era buena, pero mi capacidad de concentración en esos momentos era bastante escasa, lo que hacía que me perdiera entre tantos diálogos y aquellas descripciones interminables que, lejos de aportar algo a la historia, me alejaban de ésta sin previo aviso. Como si el narrador fuera el mayor intruso de toda aquella aburrida trama. Entretanto los recuerdos seguían atormentándome y se interponían sin piedad entre mi propia supervivencia y la memoria borrosa del pasado. En aquel momento habría hecho cualquier cosa por desandar el camino y regresar al comienzo de mis días, incluso renunciando a todas las personas que habían sido importantes para mí.

El presente olía a muerte, pero no a una muerte natural, perfumaba los instantes con pequeñas gotas de suicidio. Impregnando las horas con el olor inapreciable que revolotea discretamente sobre aquellos que deciden quitarse la vida. ¿A qué huele la desesperación? Me asfixiaba. El instante era tan denso que me asfixiaba. Salí a caminar. Recorrí las calles taconeando con pasos lentos e inseguros. Intentaba respirar el aire puro, pero el olor añejo se pegaba en la nariz. El hedor era infernal y paralizante, sin embargo, por extraño que parezca, me reconfortaba esa suciedad envolvente e incluso experimentaba cierta paz. El paseo despertó el instinto destructivo que me perseguía los últimos meses y decidí desplazar el hedor de las calles para concentrarme exclusivamente en el olor de mis propias entrañas. El mal olor llegó rápidamente y el resto de aromas desaparecieron por completo. Avancé. Caminé durante horas. Oscureció y fue entonces cuando decidí que debía regresar.

En mi mente surgieron dos caminos bastante opuestos para emprender el retorno: prolongar la apatía o terminar con el sufrimiento. Opté por el más rápido. Jugué a sortear los coches por la autovía. Las luces de los faros me cegaban, pero no retrocedí. Me quité los tacones y aceleré el paso, descalza. Oía aterrada el claxon de los coches y el chirriante sonido de las frenadas en el asfalto, pero continué sin mirar atrás. Dejé de ver, de escuchar y me concentré en el olor del viento pegado a mi cara, mientras mi cuerpo volaba por el impacto de un conductor despistado. Los segundos en los que mi cuerpo flotaba en el aire sentí de nuevo la ligereza de la juventud olvidada. El perfume dulzón de la niñez se apoderó de mi alma. Mis huesos se quebraron en la caída. La sangre que recorría mi cara emanaba un cálido aroma metálico. Sentí cómo bordeaba los ojos, la nariz y mi boca. La respiración se hacía pesada y la lengua semi desprendida obstruía la garganta. Escuché voces alrededor y sonreí ante aquellas caras anónimas que contemplaban horrorizadas mi despedida. No sentí dolor.

No fue un acto heroico, aunque tampoco desearía que lo tildaran de cobardía. Creo que la clave está en la primera frase de este relato. 

Ana Bustamante, nació en Madrid el último día de 1968. Su trayectoria profesional la enfoca en la gestión, liderazgo y desarrollo de equipos, primero en el ámbito sanitario y actualmente en el sector de seguros.

Se define a sí misma como una mujer "anormalmente normal", sensible, llena de deseos e ilusiones.

Ávida lectora, apasionada de la Literatura, escribe desde que recuerda. En la vida y en sus textos, se deja llevar por lo que siente y se "desnuda" en su primera publicación: "El deseo viste de verde" (Izana Editores - 2018).

Duerme poco, prefiere soñar despierta y juega a capturar los instantes para después proyectarlos en sus relatos.