'La firma de mi madre y el metro de mi padre' de Mariwan Shall

18.02.2020

Aquel niño, mientras jugaba con sus diez hermanos y con otros niños del barrio, recordaba a sus padres todo el tiempo. Resulta extraño que un niño a esa edad, y en plena diversión con amigos, sólo pensara en ellos.

Su padre era sastre de ropa tradicional, no sabía leer, escribir, ni contar. Aun así, toda la vida, no sé cómo, medía la ropa con una barra pequeña para cualquier talla. Era un hombre mayor. Todo el mundo le tenía respeto y admiración por su sencillez, generosidad y espiritualidad. Su gran humor lograba hacer reír todo el día a los niños. Los vecinos confiaban tanto en él que le entregaban sus ahorros para que los guardara en la caja fuerte, ya que en esa época no existían los bancos, salvo uno pequeño del cual la gente dudaba.

Pero nadie entendía su comportamiento. Sus acciones eran las de una persona singular. Por ejemplo, un día festivo -en esa época disfrutaban más los mayores que los niños-, su padre fue a buscar un carro de madera que se usaba para las mudanzas. Era un carro grande, de cuatro ruedas. Cuando lo consiguió, subió en él a todos los niños del barrio, sobre todo a los que menos recursos económicos tenían, para llevarlos a pasear y disfrutar del día festivo. Después de esa acción tan noble y auténtica tuvo muchas críticas que consideraban su acción estrafalaria.

Una mañana, como siempre, se levantó temprano a preparar el desayuno para la toda la familia. El niño, medio dormido todavía y con la cabeza bajo la manta, lo escuchó hablar con su madre:

- Vente aquí que te cuento algo gracioso.

- ¿Qué pasó? -preguntó intrigada-.

- Ayer mientras estaba en la máquina de coser, dos jóvenes guapos y simpáticos entraron a mi tienda y empezaron a observar las estanterías. Cogieron una de las telas más caras que había en la tienda y yo sentí y noté que querían robarla.

A lo que la mujer sorprendida y angustiada preguntó:

- ¿Qué pasó? ¿Te han robado?

- Eran tan guapos y tan jóvenes que no quería ponerlos nerviosos, giré mi cabeza para otro lado para que pudieran coger la tela sin sentirse culpables por sus actos. Y sí, terminaron robándome la tela.

Su mujer y el resto de la familia le reprocharon su permisividad con esos actos.

Esta anécdota se arraigó en el espíritu del niño, aunque no lograba entenderla del todo. Se olvidó de ella hasta que un día, cuando era mayor, un hombre entró a comer a su restaurante y salió sin pagar la cuenta, momento en el que su socio quería salir corriendo tras él.

- ¡Qué más da! -le dijo con una sonrisa-. Es una simple comida, incluso me alegro porque un hombre con hambre y sin dinero pueda disfrutar una comida como dios manda.

En otra ocasión detuvieron a una familia del barrio que tenía gallinas en el patio. Su padre se ofreció a cuidarlas. Pero tenía que pasar por siete tejados con la avanzada edad de setenta años para, mañana y tarde, alimentar a los animales dejando caer el grano desde el tejado.

Todas estas acciones desinteresadas y fuera de lo común eran un misterio tanto para el niño como para el vecindario, que no encontraban razón ni explicación alguna para este comportamiento. Dicen que hay que ser sabio para poder entender a los sabios. Sin embargo, el chico, aunque no entendía, tenía cierta intuición que lo llevaba a identificarse con sus locuras y sentir respeto y admiración hacia él. 

Los hijos mayores crecieron y casi todos terminaron su carrera universitaria. Esta circunstancia propició un ambiente cultural en la casa y único en el barrio. Alguno de ellos, por su brillantez, encontró acomodo en las corrientes intelectuales de la época. Los chicos eran guapos y modernos y el niño observaba todos sus gestos, las conversaciones sobre música y cine,los libros que leían, etc. Pero él no podía leerlos, ni se atrevía a abrirlos. Sin embargo, suplía esta falta de atrevimiento escapándose a escondidas a la librería, donde cogía los libros, los limpiaba, los olía, los colocaba de nuevo en los anaqueles, lo cual generaba en él una sensación mágica imposible de explicar con palabras.

Deseaba que el tiempo pasara de prisa para poder ser mayor y leer esos libros. Miraba las portadas con fascinación porque en esa época eran como los carteles de los cines, impactantes. Tenían muchos colores y se destacaba en grande el retrato del autor. Al pequeño le fascinaban esas imágenes del autor con bigote y barba que ponían cara a Los Hermanos Karamázov, Zorba el Griego, El viejo y el mar, etc. Nunca podrá olvidarlas. Tenía la sensación de que, tan sólo con ver la portada, podía imaginar una gran historia. 

En la librería enorme de los hermanos se podían encontrar todo tipo de temas literarios y corrientes filosóficas de la época. Además, en casa sonaba música, desde el clásico pasando por Pink Floyd, Bob Dylan, hasta Julio Iglesias y Édith Piaf. 

Un día, sus hermanos mayores tuvieron una charla en la que comentaban que sus padres seguían siendo analfabetos y tenían que hacer algo al respecto. 

- No puede ser que nuestro padre no sepa usar el metro en el trabajo y nuestra madre no sepa escribir su firma.

Su padre, al escuchar la propuesta sonrió con orgullo, admiración y una ligera tristeza en su mirada, como esa decepción llena de distancia que sentimos poco a poco con la experiencia de la vida. Miró a su hijo mayor y le dijo: 

- Hijos míos, yo soy muy mayor y todo lo que hice en la vida fue para ayudaros, para brindaros estudios y que pudieseis aprender y no ser ignorantes como nosotros. Pero antes de todo, recordad que hay que ser buenas personas, amigo de vuestros amigos, y nunca olviden quiénes son sus padres. Todos los días, cuando rezo, pido que vuestra alma esté llena de generosidad. No pido nada más. Gracias por vuestro ofrecimiento.

El niño pequeño oyó toda la conversación que su padre y sus hermanos estaban teniendo. Le produjo una gran emoción. Más tarde entendería que esa verdad, esa virtud, esa humildad, esa experiencia, jamás la entenderán quienes se hacen llamar "maestros cultos" que te miran de forma prepotente creyendo tener la solución y la respuesta para todos los problemas. Cientos de años crearon civilizaciones, desarrollaron grandes obras, consiguieron cambios sociales y políticos, pero fracasaron porque su apuesta se dirigió a las cosas más que a las personas. 

Su madre era más joven que su marido, un poco tímida para entablar conversaciones, pero llena de experiencia y sabiduría. Cuidaba a sus once hijos de una manera muy peculiar, llena de amor. Recuerdo qué en lugar de cocinar para once, lo hacía para veinte porque su casa era una sorpresa continua, siempre llegaba más gente, primos, tíos, amigos de los hijos, etc. 

El niño tenía un amigo en el barrio al que, hacía tiempo, se le había muerto el padre. Su madre le decía cuando marchaba para el colegio: 

- No te olvides de tu amigo, tráelo para comer

Y así entraba tanta gente en la casa que la puerta nunca se cerraba, sólo hacía falta empujarla un poco para poder abrirla. Un día unos vecinos le contaron que una noche, unos ladrones querían bajar a su patio para robarles, pero vieron tantos pares de zapatos en el patio que no se atrevieron a bajar. 

Su madre parecía la Gran Jefa de una tribu, todo lo hacía con amor y en silencio, de forma cómoda y fácil, armónica y natural. Por la noche, antes de que los hijos se fueran a dormir, les cantaba en voz baja canciones de nana con mucho sentimiento. Ella lloraba, pues era una debilidad compartir ese momento con sus hijos. Su llanto era el consuelo a la soledad de la tarea diaria, sin queja, pero también el guardián de un secreto, de una gran pasión, de una sabiduría interna, de una intuición profunda. Una madre como otras de la época, un tipo de mujer salvaje difícil ver hoy en día. 

En una noche de invierno, estaban todos sentados en una alfombra frente a la estufa. Los chicos pequeños estaban viendo la televisión, jugando y charlando, esperando ansiosamente a que llegaran sus hermanos mayores para cenar. Éstos, después de la cena, le sugirieron a su madre la idea de enseñarle a escribir su firma. Ella se rio como una niña pequeña, le pareció divertida la idea y decidió aprender. Trajeron un lápiz y un cuaderno y todos se situaron alrededor de ella con mucha alegría. Nada más empezar a coger el lápiz se paralizó, se quedó en blanco. El pequeño vio esa situación como si fuese el gran reino de esa mujer que, de repente, se desplomaba. Parecía pequeña frente a esos gigantes maestros de la enseñanza. Se quedó afónica y en voz baja les dijo: 

- Dejadlo para otro día.

Ellos insistieron como si fuera la única oportunidad para salvar a su madre de la oscuridad y llevarla al mundo de la luz. El niño se puso sumamente nervioso e inquieto y gritó: 

- ¡YA BASTA! dejad a mi madre en paz -algo poco típico en él ya que nunca alzaba la voz-.

Todos se quedaron perplejos mirando y sus hermanas se unieron a él diciendo: 

- Pobre, dejadla ya.

La madre miró a sus hijos con cara de culpa y cuando escuchó el apoyo de sus hijos menores sintió como una caricia en el alma y sonrió ligeramente. El niño fue corriendo hacia ella para besarla y abrazarla, pero todavía estaba fuera de sí. En ese momento, el pequeño se enfadó y odió con todo su ser la cultura, el colegio y todo lo que llaman enseñanza y civilización. Quería quemar todos los libros del mundo, no le gustó esa prepotencia que llevaban encima los hermanos. Se preguntó: ¿Qué tenían ellos para ofrecer a la gente corriente? ¿De qué estaban tan orgullosos? Su madre tenía algo que ellos, siguiendo este camino, jamás podrían tener. Tenía virtud, un lazo sagrado con la tierra, con la sabiduría popular. Esa era la confusión de las nuevas generaciones, engañadas con el dios de la razón y del conocimiento dejando de lado la sabiduría.

Las cosas se relajaron. Y pese a la furia antigua dirigida contra todos, aquella noche, nunca se separó de los libros, convirtiéndose en auténtico lector. Diariamente leía y leía metiéndose en su propio mundo. Después de aquella noche aprendió intuitivamente a distinguir a los auténticos autores, no dejándose engañar por las corrientes y las modas intelectuales. Poseía un espíritu de contracultura en el que iba encontrando, poco a poco, autores que apostaban por valores menos ostentosos que los de esta sociedad, que no reconoce la búsqueda como un valor auténtico y sólo admite la utilidad y la ambición profesional como horizonte.

El niño creció y siguió contando otras historias.

Mariwan nació en Solimania en el Kurdistán iraquí aunque lleva en Madrid más de la mitad de su vida.

Desde muy joven se dedicó al mundo de los libros. Se considera un buen lector más que escritor. Intenta poner en práctica en la vida cotidiana su búsqueda y sus ideas.

A finales de los ochenta creó con amigos artistas y músicos algo que llamaban "los existencialistas". Pretendían romper con el espíritu de esa época y advertir la decadencia que estaba presente en todos los ambientes culturales de su país. Apostaron por las preguntas valiosas sin respuestas, por liberarse de lo conocido, convencidos de que poner en duda es más creativo que las respuestas hechas, es decir, abandonar la forma y todas las soluciones para encontrar nuevas posibilidades. Esta ruptura y rebeldía produjeron un gran cambio en las siguientes generaciones.

En 1989 comenzó a escribir dos libros que, tras finalizarlos, nunca llegaron a publicarse por decisión propia.

En 1992 crearon una revista sobre literatura y filosofía que prohibieron más tarde. Por esta razón obtuvo asilo político en España y posteriormente consiguió la nacionalidad.