'La diferencia nos hace únicos' de Ana Bustamante

01.09.2020

La anomalía semanal se había convertido en una tradición. Esa extraña proeza, en alguien tan metódica como yo, consistía en cambiar mi rutina y montarme en un tren para recorrer diferentes estaciones de metro sin moverme del asiento.

Aquella tarde de invierno decidí viajar por la línea 10. Subí en la estación de Plaza de Castilla. Todo era normal, como cualquier jueves, completa y absolutamente normal. Personas subiendo y bajando de los vagones, risas, chateos interminables con el móvil, olor a humanidad, a podredumbre, a ejecutivos con trajes baratos, estudiantes con olor a sexo torpe y rebelde, amas de casa maquilladas en exceso y liberadas por unas horas, madres con niños mocosos e impertinentes, músicos pidiendo, ancianos con la vista perdida, aguardando el descanso eterno. Cientos de fragancias repulsivas que desprendemos cuando respiramos en los túneles del metro de Madrid.

De regreso, sin saber muy bien por qué, decidí interrumpir mi viaje y salir a dar una vuelta por los pasillos. Fue entonces cuando presencié cómo su cabello negro se introducía por la ranura de las escaleras mecánicas. Ella intentaba incorporarse sin éxito. Los dientes metálicos engullían su larga melena como las fauces de un lobo, ansiosas por calmar su hambre. Acto seguido, una señora de mediana edad empezó a gritar:

- ¡Dios mío! ¡Paren las escaleras! - en sus ojos se podía leer la tragedia.

Me encontraba lo suficientemente cerca para haberlo hecho, pero el escenario merecía la pena ser contemplado, necesitaba regodearme en el sufrimiento ajeno. Escuchar los alaridos que penetraban en mis oídos como música celestial. La joven se había caído por las escaleras del metro. Sus ansias por coger el tren la habían llevado de cabeza, nunca mejor dicho, al dolor.

Chillaba sin parar. El cabello se iba desgarrando de su cabeza, la angustia se mezclaba con la impotencia de la muchacha. Su frente pegada al metal empezaba a resquebrajarse, la piel desaparecía y la sangre teñía sus pupilas de rojo. Lágrimas calientes cubriendo su esperpéntico rostro. Mientras tanto, yo sentía una maravillosa sensación, algo completamente placentero, un orgasmo maquiavélico que intentaba disimular sin éxito.

Finalmente bloqueé el mecanismo. El pelo continuaba enganchado y se iba arrancando del cuero cabelludo. La chica sollozaba casi inconsciente, muerta de miedo, el pánico en su cara actuaba como un fuerte imán y yo la observaba y sonreía. En un tono casi inaudible me suplicaba que la ayudara. Mantuvimos largo rato el contacto visual y sin pronunciar una sola palabra ni dejar de mirarla marqué el teléfono de urgencias. La voz al otro lado me sacó de mis pensamientos:

- 112 ¿en qué puedo ayudarle? - preguntó la señorita con voz mecánica.

- Buenas tardes, ha ocurrido un accidente en la estación de metro de Batán de la línea 10. Una muchacha se ha caído y su pelo está atrapado en la ranura de las escaleras metálicas. Hemos parado el mecanismo, pero es imposible moverla.

- En unos minutos estaremos allí - colgó sin más palabras.

La señora de mediana edad y varios viajeros se habían arremolinado alrededor de la joven. Algunos tapaban sus ojos con las manos al ver la terrorífica escena y otros preferían no mirar. Todos ellos estaban totalmente consternados.

Recordé el pensamiento que me había invadido durante toda la semana "no debemos prestar atención a las similitudes sino a las diferencias". Nada en aquel lugar hacía que me sintiera igual que el resto, eso alimentaba mi ego, aumentando la creencia firme de ser única y especial.

Aunque me costaba reconocerlo, sabía que mi comportamiento ante situaciones trágicas era completamente inusual. Para cualquier mortal el acontecimiento era estremecedor, sin embargo, no me limitaba como el resto a fijarme en el conjunto de los hechos, yo analizaba con detenimiento todos los detalles. Mi memoria fotográfica podía reproducir, incluso con los ojos cerrados, el maravilloso suceso.

Veía la sangre cubriendo todo el espacio, olía el terror previo a la muerte, la saliva pastosa en su boca pidiendo auxilio, gritando de dolor y sufrimiento. La melena desgarrándose con fuerza y dejando a su paso poros abiertos y sangrientos. El ruido de las escaleras tragándose la cabellera, engullendo sin descanso pelo, pelo y más pelo.

La señora de mediana edad se acercó. Empleando un tono estridente dijo:

- ¿Por qué ha tardado tanto en parar las escaleras? Ha sido horrible... ¿qué le han dicho en urgencias? - no dejaba de mirarme con expresión acusadora.

Mi falta de empatía y frialdad se mezclaron durante unos segundos, que parecieron eternos, con un estudiado silencio intimidador e incómodo:

- Lo siento, he actuado lo más rápido posible, supongo que el miedo me paralizó - mentí con una sonrisa falsa en mis labios.

- ¿Cómo ha podido pasar algo así? - preguntó entre sollozos.

Obviamente no respondí. Sabía cómo había sucedido, iba detrás cuando cayó por las escaleras. Saltaba los escalones de dos en dos, yo deseaba que tropezara y cayera de bruces. Así, sin más, mis deseos se hicieron realidad superando con creces lo que había imaginado. Ahí estaba yo, con ausencia de culpabilidad, de pena, ni tan siquiera sorpresa. Sentí un enorme vacío en el estómago, reconocí la sensación. Era la hora de la cena, el suceso había abierto mi apetito. Me incomodó no poder estar en casa y cubrir algo tan imprescindible y básico.

El personal de urgencias llegó acompañado por empleados de seguridad del metro que impidieron que nos acercáramos a las escaleras.

Desde la distancia podía ver con claridad cómo la chica seguía llorando, apenas se movía, supongo que había comprendido que cada movimiento empeoraba la situación y aumentaba el dolor físico.

Acudieron los bomberos. Con cuidado y seguridad desmontaron la tapa, en unos minutos liberaron a la joven. Los sanitarios actuaron con rapidez parando la hemorragia, le inyectaron algún tipo de calmante e inmediatamente se silenciaron sus lamentos.

Desapareció la música de mis oídos. Sentí soledad y tristeza. Aquello ya no resultaba atractivo. El aburrimiento se apoderaba de mí. El hambre crecía como un monstruo en mi estómago. Tenía que marcharme, ya no me interesaba nada de aquel lugar.

Llegó la policía y comenzó a hacer preguntas. La señora de mediana edad, ansiosa de ser protagonista, empezó a contar todo lo que había pasado. Justo en el momento en el que señalaba con el dedo en dirección hacia mí, llegó el tren, me escabullí entre la gente. Tras la ventanilla la saludé con la mano, ella sorprendida me dijo adiós.

Tomé asiento al lado de una joven con melena negra y larga. Leía una novela romántica, pasaba las páginas con delicadeza. De reojo pude ver que tenía un pelo brillante y precioso. Disimuladamente lo acaricié y sentí entre mis dedos la suavidad de su cabello. Su colonia era dulzona y fresca. Inspiré profundamente tragándome su aroma. Respiré durante largo rato y susurré en su oído:

- Aún no lo sabes, pero tu perfume se mezclará con mi sudor y ambas beberemos del deseo de sentirnos vivas, aunque es probable que tu pelo sufra algún contratiempo - mientras hablaba un calor ardiente crecía dentro de mí y la sensación de placer aumentaba por momentos.

La chica se apartó asustada. Parecía estar contemplando un espectáculo estremecedor. Mis palabras le habían dejado perpleja. Cambió de vagón y la seguí con la mirada. Se sentó al lado de una señora de mediana edad. La joven dijo algo, ambas me miraron.

Abandonaron el tren en la estación de Batán. Esperé unos segundos y bajé tras ellas. La muchacha caminaba bastante deprisa, se despidió de la señora y continuó acelerando el paso. No miró ni una sola vez hacia atrás y eso facilitó las cosas.

A mitad de las escaleras volví a susurrarle en el oído:

- Huir no ayuda, debes entregarte al destino - mi tono de voz revelaba una indiferencia absoluta.

Se giró bruscamente y al verme saltó los escalones de dos en dos, tropezó, cayó boca abajo y fue entonces cuando presencié cómo su cabello negro se introducía por la ranura de las escaleras mecánicas. Ella intentaba incorporarse sin éxito. Los dientes metálicos engullían su larga melena como las fauces de un lobo, ansiosas por calmar su hambre. Acto seguido, una señora de mediana edad empezó a gritar:

- ¡Dios mío! ¡Paren las escaleras! - en sus ojos se podía leer la tragedia.

Lo demás sucedió tal cual he contado. No la empujé o ¿tal vez sí? Creo recordar que en el libro que la chica leía, había una frase que me perseguía desde hace una semana: "no debemos prestar atención a las similitudes sino a las diferencias".

Sin la distorsión de mi propia experiencia, repaso la secuencia en mi mente y llego a la conclusión de que los hechos se produjeron de manera fortuita, nunca pensé al salir de casa que en uno de esos viajes en metro de los jueves me encontrara atrapada en una historia tan extravagante como hermosa.

Un señor de unos cuarenta años, con unas enormes gafas de pasta marrón, mueve ligeramente un bolígrafo entre sus dedos, sigue haciéndome la misma pregunta una y otra vez y yo sólo puedo responder:

- No sé, no sé, no tengo ni idea de por qué, tal vez resbaló, quizás se agachó a coger algo, puede que sin darse cuenta tropezara - permanezco quieta en una fría silla, en el centro de una sala, esperando el veredicto del juez.

A veces siento que los demás se alejan por mi falta de escrúpulos. Sin embargo, no me entristece. La sociedad es tan hipócrita, tóxica, perjudicial que ven en mí el reflejo de sus almas. Su ignorancia les hace vulnerables e incluso aburridos. Les gusta escuchar las crónicas macabras que aparecen diariamente en el telediario, pero siguen comiendo mientras observan a la muerte en la distancia, su empatía dura sólo unos minutos, pasando de las noticias al tiempo sin pestañear. En mis viajes juego a ser una más, actúo como ellos esperando el momento adecuado para obtener lo que anhelo que no es otra cosa que sus mentes. Decir lo que uno piensa está infravalorado, por eso callo.

La señora de mediana edad me mira desde el banquillo. Me giro, la saludo con la mano y ella me lanza un beso, puedo leer en sus labios:

- ¡Estás loca!, recuerda que "no debemos prestar atención a las similitudes sino a las diferencias" y tú no eres diferente a mí.

Me estremezco, vuelvo a montar en un vagón de la línea 10, como cada jueves, con la apatía colgando de la barbilla. Así, semana tras semana, desde hace un año, viajo sin descanso por las estaciones que huelen a monotonía. Vivo las historias de otros e incluso en ocasiones las invento. La soledad impuesta me arrastra cruelmente a una vida, que lejos de hacerme sentir libre, me encadena a permanecer ciertas horas rodeada de desconocidos en trenes que me desplazan a un destino indefinido.

Tal vez la señora de mediana edad no existe y... soy yo.

Ana Bustamante, nació en Madrid el último día de 1968. Su trayectoria profesional la enfoca en la gestión, liderazgo y desarrollo de equipos, primero en el ámbito sanitario y actualmente en el sector de seguros.

Se define a sí misma como una mujer "anormalmente normal", sensible, llena de deseos e ilusiones.

Ávida lectora, apasionada de la Literatura, escribe desde que recuerda. En la vida y en sus textos, se deja llevar por lo que siente y se "desnuda" en su primera publicación: "El deseo viste de verde" (Izana Editores - 2018).

Duerme poco, prefiere soñar despierta y juega a capturar los instantes para después proyectarlos en sus relatos.

Autores representados por Arrebol Agencia literaria