‘La chica del tiempo’ de Andrés Ortiz Tafur
El hombre mira a la chica del tiempo y piensa que tiene coño. Ella habla de un brusco descenso en las temperaturas y de la posibilidad de que nieve por debajo de la cota en la que vive el hombre. Una ola de frío siberiano, dice, mientras el hombre piensa sólo en eso.
Un coño es una cavidad carnosa que todas las mujeres tienen. La sensación que embarga al hombre, sin embargo, es mucho más profunda, como una revelación, como la aparición de la virgen o Dios o su hijo o de un extraterrestre; un descubrimiento cósmico, el eureka definitivo.
Tras la sintonía, antes de que finalice el primer anuncio, el hombre apaga la tele y se lo comenta a su mujer. Sospecha que tener esta clase de pensamientos puede significar que ha contraído alguna enfermedad de la cabeza.
Se lo ha de explicar tres veces:
—¿Qué es lo que dices?
—La chica, la chica del tiempo, que ha salido tras los deportes y he pensado que tiene coño.
—Desde luego… ¡Eres un guarro!
—Por eso.
—Por eso, ¿qué?
—Que creo que estoy enfermo.
—¡Ay, no te entiendo!
—La chica, la chica del tiempo, que tiene tetas y una cara bonita, que aparece a diario, tras los deportes, y me intereso por lo que dice. Siempre lo hago. Y hoy la cabeza se me ha revuelto, algo extraño me ha impedido centrarme y me ha hecho pensar en eso, en que tiene coño. Sólo en eso.
—Pues te vas a quedar sin catarlos. Ése, y otro que al parecer tienes muy visto.
—Águeda, te estoy hablando completamente en serio.
La mujer y el hombre visitan la consulta de un médico en la capital de su provincia. El facultativo se esfuerza por resultar simpático. Le pregunta por el canal en el que trabaja la chica y menta a otra chica parecida, de otro canal por cable. Luego se queda con ganas de decir: es que hay coños y coños, toda vez que ha retenido en la mente la imagen de la chica del tiempo de ese canal por cable.
—¿Era la primera vez que la veía salir en antena? —dice a cambio.
El hombre se traslada sensorialmente al pueblo. Habla de sus campos de arrozales y de sus almendros, y de la importancia de que el clima se comporte de manera honesta con cada una de las estaciones del año.
—¡Qué ingenioso! —le interrumpe brevemente el doctor, apostando la mirada en la mujer—Pero prosiga, por favor. Prosiga —dice, después de forzar a sonreír a la mujer.
Esta parte no le resulta ingeniosa al médico; el hombre pormenoriza las inclemencias climatológicas que afectan en modo negativo a los campos de arrozales y a los almendros, y se lamenta de que sirve de muy poco saberlas con antelación, porque no hay forma de salvar la cosecha si graniza, o nieva, o llueve en exceso, o si no lo hace cuando debe, pero que los agricultores siguen esta clase de noticias. Somos así de lerdos, dice, aguardando cualquier chascarrillo.
No se produce el chascarrillo en los siguientes segundos y el hombre opta por continuar. Ahora detalla costumbres: comen a las dos y media, la hora a las que sale su chico del instituto, su mujer quita la mesa y él echa una cabezadita en el sillón; luego su mujer le acerca un café y le avisa, para que no se le enfríe. Esto ocurre hacia las tres y cuarto, siempre a tiempo de ver el resumen del telediario, los deportes y el tiempo. Y en el espacio dedicado al tiempo el hombre se estruja los ojos y separa la espalda del respaldo y baja los pies de la silla. Y atiende. Y se entera. Si alguien le pregunta puede responder que va a llover o que va a hacer bueno. Así hasta ese mediodía, cuando sólo pudo pensar en que la chica del tiempo tenía coño.
—¿Y ya siempre le ocurre así? ¿Es ver salir a la chica y pensar en sus partes?
—No. No he vuelto a encender la tele. Me da miedo. El chico lo hace de noche, cuando me acuesto.
—Ajá.
Ahora el doctor le pregunta si piensa lo mismo cuando mira a otras chicas. El hombre responde que no y le advierte a Águeda que no haga broma del asunto, porque el asunto es serio. El doctor le pide que se calme y le aconseja que afloje, que se relaje: ¿qué pasa? ¿Qué tiene de malo? ¡A mí también me ocurre! ¡Me gustan esas chicas! ¡Me parecen estupendas! Dice, concretamente, apostando la mirada en la mujer, para disculparse.
El hombre no se ríe. Pero acepta.
—Está bien —dice.
—Vamos a hacer una cosa, vamos a encender la tele. Usted y yo, mañana, hacia las tres y cuarto. Me va a telefonear a este número y vamos a asistir al mismo tiempo, en directo, usted desde su casa y yo desde la mía, al espectáculo de esa chica. ¿Le parece? —le pregunta, depositando con cierto misterio sobre la mesa un papelito en el que, previamente, ha anotado su número de teléfono personal.
—Está bien —repite el hombre.
Efectivamente, al día siguiente, a eso de las cuatro menos veinte, el médico mira a la chica del tiempo y piensa que tiene coño. Y el hombre, en su pueblo, a medio centenar de kilómetros, lo mismo. Ninguno puede articular palabra hasta que finaliza el primer anuncio, tras la sintonía. Ese día la chica aparece con un vestido rojo y lleva el pelo recogido, ha hablado de estabilidad, al menos hasta el fin de semana, y de un posible empeoramiento a partir de entonces; todo muy inconcluso.
—Tiene coño —dice el hombre, al fin.
—Tiene coño —dice el doctor.
—¿Doctor? —dice la mujer, arrebatándole el aparato a su marido.
—¡Señora! ¿Qué ocurre?
—Es mi marido. Está extraño.
—Tiene coño, señora.
—¡¿Doctor?!
—Disculpe. Discúlpeme. No le preguntaba. Me refería a la chica. Disculpe, por favor. Discúlpeme.
La relación entre el hombre y el médico se rompe. El primero, aconsejado por su mujer, deja de buscar remedio y se ciñe a mantener la tele apagada, hasta que al paso de un mes y pico decide volver a encenderla, desintonizando con anterioridad el canal por el que salía la chica. Al segundo le sobra la existencia del primero; le tiene en estima, la misma que una monja o un clérigo han de sentir por el sacerdote que vertió el agua de la pila sobre sus cabezas. Pero nada más.
Lleva el caso a un simposio. Consigue que la hora de su conferencia se fije al final de la mañana. Lo cierto es que no sabe con qué rellenar el espacio de su ponencia; la reacción que se origina en su cabeza a diario, en la sobremesa, cuando se acaba la información deportiva y aparece la chica del tiempo es básica, estrecha, como una gran losa de mármol: la chica tiene coño, un coño no sin competencia, no único, no bello, no delicioso. Todo eso lo desconoce: la chica siempre aparece con falda, vestido o pantalón; no puede asegurar cómo es su pubis, o cómo son sus labios externos e internos, o si la prominencia de su clítoris es tal o cual; cualquier dictamen sobre esas cuestiones responden, únicamente, a meras elucubraciones o deseos.
Al final se decanta por mostrarse sincero. Y en apenas cinco minutos cuenta el suceso.
—La chica en cuestión sale en el tercer canal, hacia las cuatro menos veinte. Falta una hora. Si quieren acompañarme…
Efectivamente, los cincuenta y dos facultativos y las dos camareras y el camarero que se encuentran en la sala repiten al unísono, al poco de terminar la sintonía: ¡tiene coño!
Por la tarde, a media decena de médicos se les enciende la bombilla: ¿cómo es posible? Yo veo ese canal con frecuencia y nunca me había pasado; ¿y qué ocurre con el resto de miles de personas que ven a diario a esa chica?; ¿Miles? ¿De qué audiencia estamos hablando?; ¡Internet! En internet pone que en esa franja horaria la cadena cuenta con un diecisiete por ciento de Share, que, traducido en número de televidentes, da una cifra que supera el millón cuatrocientos.
—¿Sinergia? —se atreve a preguntar el doctor, recuperando todo el protagonismo.
—¡Sinergia! ¡Eso es! ¡De eso se trata! ¡Eureka!—replican los demás.
Abandonan la sala prometiéndose los unos a los otros conducir con sigilo el tema; al menos hasta que cuenten o entrevean una respuesta científica, con la que poder argumentar el hallazgo.
De nada sirve esa promesa. Todos la rompen. Y al cabo de algunas semanas ya hay asociaciones que adoran el coño de la chica del tiempo del tercer canal repartidas por medio mundo.
Claro, la noticia llega también a los dirigentes de la cadena; el share en esa franja horaria se eleva hasta el ochenta y uno por ciento; a las quince cuarenta, el minuto de oro, hasta el noventa y cinco. Algo inaudito, estrambótico. Por lo que pronto se inventan otro programa para la chica, que emiten en prime time, hacia las diez y cuarto de la noche; un programa con entrevistas y actuaciones musicales, que triunfa desde el primer día y que se extiende hasta después de la una y media de la madrugada.
No tardan en surgir los primeros detractores; se valen de antiguos informes ginecológicos de la chica para atestiguar que su coño es normal, completamente normal, como el de cualquier otra chica de su edad. E incluso otro canal, en clara competencia con el tercer canal, logra que hablen varios de sus ex, tipos que, con mayor o menor resentimiento, describen el pubis, los labios y el clítoris de la chica.
El hombre, que está al tanto del revuelo, por lo que le cuentan su mujer y su hijo, se estruja los ojos, baja los pies de la silla y separa la espalda del respaldo del sillón. En la Cinco, un chico joven dice que se prevén rachas de viento por encima de los cien kilómetros por hora. Pero él piensa que tiene polla, sólo en eso.

Andrés Ortiz Tafur
(Linares, 1972) reside en la Sierra de Segura, donde ejerce de bibliotecario en Santiago-Pontones. Es músico y colaborador en páginas de opinión de prensa escrita. Ha publicado cuatro libros de relatos: Caminos que conducen a esto (El desván de la memoria, 2013); Yo soy la locura (Huerga & Fierro, 2015), con el que obtuvo el XXIV Premio Anual de Escritores Noveles; Tipos duros (La Isla de Siltolá, 2016); y El agua del buitre (Baile del Sol, 2020); el poemario Mensajes en una botella que estoy acabando (Juancaballos, 2018) y la colección de artículos Los últimos deseos (Sílex, 2021). Galardonado en diversos certámenes literarios, algunos de sus cuentos y poemas aparecen en distintas antologías.