'En-seres' de María Guivernau

14.12.2021

Entró en casa pasadas las diez de la noche. Lo primero que hizo fue arrojar los zapatos a un rincón. Aquellos tacones le destrozaban después de casi doce horas de jornada laboral con carreras entre despachos para cumplir con todas las peticiones del día.

Encendió la luz de la cocina para abrir una botella de vino y servirse una copa. Era jueves y llevaba una semana de trabajo frenética. Se lo merecía.

Una nota colgaba de la puerta del frigorífico: "Mamá, hoy no duermo en casa. Mañana te llamo".

Ya era la segunda vez esa semana que Mario le dejaba el mismo mensaje.

Tenía veinte años, ya no era un crío, pero la punzada de nostalgia volvió a clavarse en su pecho mezclada con la esencia de una soledad que le acompañaba demasiado durante las últimas semanas, o meses, tal vez. No llevaba la cuenta. ¿Para qué hacerlo?

Desabrochó a la mitad la camisa blanca y dejó caer la falda al suelo. Suspiró al sentirse de pronto tan liberada. Buscó en los cajones de la cocina un abrebotellas. Cuando lo encontró no pudo evitar sonreír. Tenía la forma de una clave de sol en su extremo. Su memoria no alcanzó a recordar el año pero sí el momento en el que aquel bajista se lo regaló, después de descorchar la segunda botella de vino mientras estaban sentados en la arena de la playa de la Concha. Fue la primera y única vez que asistió al Festival de Jazz de Donostia. También fue la primera y única vez que había conocido a un bajista de jazz de, al parecer, cierto renombre.

Miró el botellero y se decidió por un albariño que reservaba para una cena con aquel escritor gallego del que no volvió a saber nada tras dos encuentros esporádicos: uno en Finisterre, con el Atlántico embravecido de fondo, y el último, meses atrás, en Madrid donde ella ejerció de cicerone por el barrio de las Letras. Antes de despedirse, se hicieron una foto en la plaza de Santa Ana, junto a la estatua de Federico García Lorca. ¡Era tan atractivo pero tan pedante!.

Las once menos cuarto. Apenas tenía hambre pero recordó que su alimento del día había consistido en varios cafés y un sándwich de máquina así que rebuscó en la despensa y descubrió una lata de anchoas que aquel pintor de Santander le había hecho llegar junto con otros manjares en una cesta con un enorme lazo rojo después de asistir a la inauguración de su exposición y pasar dos días encerrados en un hotel frente a la playa del Sardinero con la excusa de que ella sería su musa. Jamás volvió a verle y, casi podía asegurarlo, jamás habría sido inspiración de ninguna de sus obras.

Acompañó las anchoas con un poco de queso manchego, el mismo que había sobrado de la comida del sábado con un empresario de Valladolid con el que coincidió en una feria de muestras a la que tuvo que asistir junto sus jefes. El almuerzo se alargó hasta la cena y la madrugada del domingo, momento en que él, obedeciendo seguramente a algún sentimiento de culpa, decidió que no era conveniente quedarse a desayunar. Ella le despidió entre sueños, aliviada de perderle de vista.

Terminó la cena y se sentó en el sofá. Diciembre asomaba tímidamente y ya empezaba a hacer frío.

Cogió la manta que estaba tirada sobre el respaldo y se envolvió en ella. Al aspirar su olor, recordó que la había cogido prestada de una casa rural en Huesca la vez que decidió hacer un retiro de fin de semana de relajación y se cruzó en su camino un montañero francés con el que apenas podía entenderse en otro idioma que no fuera el de los besos. Él le enseñó varios trucos para sobrevivir ante un temporal de nieve y ella le recitó poemas de Baudelaire en perfecto español.

Reconoció que no le costó demasiado relajarse y desconectar aquellos dos días. Pero volvió a su rutina de lunes a viernes. El montañero continuaba su viaje hasta los Alpes y ella volvería a ser engullida por el asfalto de Madrid. Quedaron en reencontrarse cualquier día a los pies de la torre Eiffel. Tan absurdamente romántico como poco probable.

La gata maulló desde el pasillo y saltó hacia ella enroscándose a sus pies.

Decidió que faltaba un poco de música, cerrar los ojos y dejarse llevar.

Comenzó a escuchar Bird Guhl, de Anthony & The Johnsons.

Rompió a llorar, inevitablemente, al percatarse de la cantidad de sobras y de enseres que había acumulado, cosas que apenas le llenaban unos instantes para después arrojarla, sola y casi vacía, a ese rincón del sofá, de su vida.

"I'm a bird girl now...

I've got my heart

here in my hands"

Lloró al recordar aquella primera vez, con dieciséis años. Aquellos brazos sosteniéndola, aquel cuerpo y aquella mente que la cobijó y a los que tanto había amado.

Miró a su alrededor buscando algún objeto, un libro, una foto, un disco... pero lo único que halló de él fue esa canción sonando y un recuerdo eterno de ternura.

Nada más bello.

Nada más triste.

Y la soledad.

Madrid, 1978.

Máster en Internacionalización del Sector Cultural y Creativo (Universidad Complutense Madrid). Lectora compulsiva, poeta por necesidad vital. Amante del mar y de la música. Hiperactiva, luchadora, transparente, sincera, empática y feminista.

Experiencia en organización de presentaciones de libros y eventos literarios como, por ejemplo, Voix Vives en Toledo, Poemad, La Noche de los Libros y la Feria Del Libro de Madrid, ExPoesía en Soria, así como conciertos de música de autor en locales y salas de Madrid como Galileo Galilei, Clamores, Libertad Ocho y La Fídula.

Participación en festivales de poesía, recitales, tertulias literarias y conciertos.

Publicaciones:

- "Más de Cien Pasos de Baile" (Ed. Saudade 2015 Poesía)

- "Puntos de Sutura" (Ed. Lumen Rosetta Colección Mapoema 2016)

- "Latiendo a Ras de Cielo" (Ed. Huerga & Fierro 2017 Poesía)

Colaboraciones en Antologías:

- "Bis-capacitados", a favor de la Asociación Esperanza de Benamaurel (Granada)

- "Diagnóstico: ¡Adelante!", a favor de AECC.

- "Cantos Para el Viento: Recreación de diez poetas del siglo XX", a favor de la lucha contra el cáncer.