‘El marmitako de la discordia’ de Amelia Serraller
«La leyenda dice que Chéjov no lloraba. Ni una sola vez, ni siquiera durante su práctica de médico, confirmaron sus familiares. ¡Buah! La típica tontería de las biografías de escritores» —dijo con sorna Josetxu, mientras tiraba la biografía que escribió Bunin sobre la mesa.
Ada hizo caso omiso y salió pensativa al balcón, que daba a Pedro Egaña.
Desde el quinto piso se divisaba perfectamente la calle Urbieta, y el enorme y destartalado edificio de Bellas Artes. Eso de no permitirse llorar no era ninguna tontería, se dijo para sus adentros.
Para entonces, Josetxu estaba ya en el cuarto que compartían, empuñando con avidez el móvil. Desde el confinamiento, se encerraba durante horas en aquella espaciosa habitación, mostrando así su desdén por Miren, la hermana mayor de Ada.
Poco a poco, la tensión crecía en la antigua casa. Miren siempre había desconfiado de Josetxu, con sus inesperados cambios de humor y esa mezcla de autocomplacencia y desprecio que emanaban sus gestos. Pero cuando su hermana menor se fue a vivir con aquel granujilla de Trintxerpe, no le quedó más remedio que aceptarlo.
Al fin y al cabo, Miren vivía y trabajaba en Madrid, y cada semana recibía cinco o seis tranquilizadores selfiesde la pareja, que desde diferentes puntos de la ciudad sonreía con un entusiasmo digno de una valla publicitaria. Echaba de menos el mar, y los pocos puentes que su intenso trabajo de periodista le concedían, volvía a su ciudad natal.
Y sin embargo, aquella vez había sido diferente. Se acercaba el ochenta cumpleaños de su padre, que merecía especial celebración. Ni corta ni perezosa, sin puente ni billete del Alvia libre, Miren, su portátil y su infatigable I—phone se habían plantado en Donosti.
Al principio del trayecto, cuando los demás pasajeros del autobús no se han dormido todavía, llamó entusiasmada a Ada. Le extrañó que descolgara el móvil Josetxu, aunque esas cosas ocurren con las parejas.
Más alarmante aún resultó la reacción de su hermana. Ella, campeona de la sociabilidad, ardiente defensora de las sorpresas, parecía molesta ante la noticia. Había intentado disimular con un diplomático «¡qué buena idea, Miren!», pero más por los alaridos de Josetxu, que traspasaban el auricular, que por fingir entusiasmo.
«Un cambio nos vendrá bien a todos. Y el aita se lo merece» —se dijo abatiendo su asiento, mientras comprobaba que su vecino de atrás había hecho lo mismo.
Varias horas después, la llegada a la renovada Estación de autobuses casi logró disipar sus temores. Algo más redonda, pues seguía siendo delgada, Ada le había lanzado uno de sus intensos abrazos, que desarmaban a cualquiera. Qué más daba la frialdad inicial, o el hecho indisimulable de que se la recibía gracias al inesperado retraso tras un accidente en Etxegárate: su hermana seguía siendo la misma.
«¡Pero quién te ha visto y quién te ve! —pensaba, con cierto toque de humor, Ada—. Hay muchas formas de no llorar. Y ese bruto me da cada vez más miedo». Tenía que entrar a la habitación, pero sabía que Josetxu la retaba. A ella, a su hermana, al aita y a toda la familia, en un juego perverso que no había hecho más que empezar.
Así que entró de nuevo en el salón, enfiló el pasillo y giró el pomo de la puerta, que por antigua chirriaba. Oyó un ruido desde dentro y algo en su interior le animó a ser cauta. Con los nudillos de la mano izquierda llamó a la puerta mientras la derecha aferraba lentamente la manija. Así le dio tiempo a recomponerse a Josetxu. Aunque las cinco latas de cerveza tiradas bajo la cama lo decían todo. Había que parar aquello como fuera –-se dijo Ada.
—¿Qué haces aquí tan calladito, maitia? ¿Nos marcamos un marmitako para cenar? —Ada intentaba sonar resuelta y graciosa, pero el agudo tono de voz delataba su inseguridad.
—Estoy posicionándome en redes, voz de pito. ¿A qué no sabes ni qué es eso, gorda?
—Oye, José que yo tengo una voz grave….
—que es una bendición en las mujeres, como Sha—kes—peare decía —la interrumpió con voz cómica y afectada Josetxu—. Siempre estás repitiendo lo mismo, ¡pedanta!
—Será si acaso pedante, inculto —de pura indignación, la voz de Ada recuperó su tono grave.
—¿Qué pasa aquí? ¡Menudos diitas que me estáis dando! —la silueta de Miren se asomó por el pasillo. Con paso firme, entró también en la habitación.
—La pesada de tu hermana, que ni hablar me deja. Y no digamos ya del trabajo.
—Como eres, Josetxu. Si yo solo quería preparar marmitako.
Como buena hermana mayor, Miren siempre había detestado el buenísimo de Ada y, por primera vez en mucho tiempo, iba a darle la razón a Josetxu. Pero entonces sus ojos detectaron las cinco latas.
—Bueno, bueno. A ver si somos un poco maduros, ¿eh? Mi hermana ha estado un rato largo en el balcón para dejarte trabajar. Es una buena hora para ponerse a cocinar.
Josetxu rezongó algo, pero se incorporó de un salto de la cama, enfilando la cocina. Ada quiso recoger las latas, pero no estaba segura de si su hermana las había visto. Solía cocinar ella, aunque Josetxu tenía buena mano y era experto en sazonar y aliños. Ante la duda, se puso recta y salió disparada tras él.
—Ay, mujercita, si es que no puedes vivir sin mí —dijo con sorna Josetxu, parándose en seco.
Ada notó el hedor alcohol mientras su compañero —pues nunca habían pensado seriamente en casarse— le tocaba el culo ostensiblemente. Por suerte, Miren seguía en la habitación y no vio el gesto de asco de Miren cuando Josetxu la agarró para besarla. En el fondo, aquello no podía ser más que una efusión pasajera camino de la cocina.
Y así fue, un reafirmado Josetxu se dispuso a ejercer el papel de «cuñado» modelo. Sacó un poquito de laurel —al fin y al cabo, quedaba bien en cualquier guiso—, la pesada bolsa de patatas y los botes de atún. Se enfundó el delantal y, maldición, se le había olvidado el truco con el marmitako. De hecho, se sentía levemente mareado y no acababa de dirimir cómo empezar el caldo.
—Si es que… Esta casa apesta a humedad, kontxo! Cómo no me voy a marear en la casa de tu amoña. Aquí nadie ha arreglado una cañería en un siglo. ¿Me oyes? Un siglo —dijo tambaleándose, mientras encendía los fuegos.
Ni siquiera reparó en que no había nadie escuchándole. Sola en la habitación, Miren aprovechaba para escudriñar los extraños pasatiempos de su «cuñado». Y Ada, en cuanto pudo ver a Josetxu absorto cocinando, se había escabullido.
Agazapada al principio del pasillo, aguardaba el momento en que su hermana dejara la habitación para recoger silenciosamente las latas. Pero Miren seguía dentro, ¿las habría visto ya?
Ante la duda, mejor actuar, se dijo. Clap clap, sus zapatillas resonaron levemente por todo el oscuro pasillo. Miren reconoció aquel sonido familiar de su infancia y soltó el ordenador. Lo típico en su suegro: porno y tuits agresivos. «Aunque esta vez, el alcohol habrá hecho lo suyo» —se dijo para sus adentros.
—Ven a poner la mesa, Mirentxu —dijo Ada atropelladamente.
—Tranquila, maitia, que ya voy. Estaba… mirando… vuestra biblioteca, sí. No encuentro aquel libro que nos regalaron Arantxa y Vitorino, ¿te acuerdas?
Miren salió del cuarto a toda velocidad: aquel libro se lo había llevado ella hacía años, ante las airadas protestas de Ada. Si bien su hermana era muy despistada, ¿tanto como para olvidarse?
En la cocina, Josetxu canturreaba con un uniforme digno de sociedad gastronómica. Poco a poco, el olor a pescado impregnaba la estancia, y el improvisado chef parecía de un humor excelente.
—Si es que las mujeres no sabéis cocinar —Josetxu proseguía con su soliloquio, aunque esta vez tenía una espectadora—. Lo digo, mujer —y retrocedió dos pasos, creyendo acercarse a Ada—. ¿Cuántos cocineros de estos, famosos internacionalmente, son mujeres? Mira este caldo y aprende —sorprendida, Miren se acercó hacia el fuego para notar como su modélico cuñado le ponía la mano en el culo. Asqueada, pegó un respingó y se fue corriendo sin decir nada. Todo su cuerpo le pedía pegarle gritos, pero adivinaba que si Josetxu la veía fuera de sí, repetiría la escena.
—El asqueroso de tu marido me ha tocado el culo —Miren entró como una exhalación en la habitación, para sorprender a Ada con las latas.
—¡Tiene un nombre, se llama Josetxu, y no es mi marido!
—¿Ahora encima vas a defender a ese borracho?
Humillada, Ada soltó sin querer una de las latas y se sentó en el sillón.
—Por eso mismo, pensaría que era yo. Últimamente bebe más, por esto del confinamiento.
—¿Cómo que bebe más? ¿Así le llamas a un—dos—tres—cuatro— CINCO cervezas?
—Cálmate, Miren. Entiéndele, empezó a beber cuando suspendió la oposición. Ya sabes, es eliminatoria y ya había llegado al último examen. Trabajó muy duro, no dormía por las noches para estudiar el temario.
—¿Ese inútil? No me lo creo. ¿Cinco cervezas en cuánto? ¿Dos horas llevaba encerrado?
—A veces se le olvida tirarlas y, claro, no quiere que le pillemos. Bebe mucho, pero no es tonto.
—Qué cosas más raras dices, Ada. Te veo muy cambiada. Justificando a ese maleante, que en su vida había salido de Trintxerpe. Te noto un poco más gordita, ¿no estarás preñada?
Ada miró para otro lado, avergonzada. Llevaba un mes de retraso, estaba más sensible que nunca y en su fuero interno algo le decía que estaba embarazada.
—¿Y qué pasa si lo estoy? Tengo ya una edad, y siempre he querido tener hijos.
—¿Qué has dicho? No puede ser, ¿con treinta y cinco años, y no tomas precauciones?
—Normalmente se encarga él pero estos días, que estaba de bajón…
—¿CÓMO? —Miren soltó un alarido que recorrió la casa—. Pero, ¿qué estoy oyendo?
Desde la cocina, Josetxu oyó un grito. No sabía por qué su pareja estaba tan irritable. Antes no la veía tan lenta y apocada. Había apostado por aquella relación yéndose rápidamente a vivir juntos. De alguna forma, había intuido desde el principio que Ada tenía dinero. Estaba claro que era una ingenua, con esos ojos inmensos en su cara de niña y unas piernas interminables que exhibía al primer rayo de sol. Aunque ahora justo, que por el confinamiento por fin podían estar todo el día en la cama, tenían las veinticuatro horas al sargento de su hermana.
No obstante, el papel de mediador se le antojaba atractivo. Por algún motivo, el marmitako le estaba quedando raro y era más lucido reconciliar a aquellas dos histéricas.
—¡Ya te vale, Miren, pegando gritos en nuestra casa!
—Será la mía, de mi familia, ¿tú qué te has creído?
El rostro de Josetxu cambió. Un relampagueo, los ojos de huevo… Ada conocía bien aquella mirada. Era el primer rayo de la tempestad, y había que ser muy hábil para esquivar aquel violento huracán.
—Hablábamos de mi embarazo, Josetxu —Ada se jugó el todo por el todo. En realidad, era un problema sobre el que jamás había proferido palabra. Él era una persona muy cambiante. Por otro lado… cuando ella intentó una y otra vez pararle, notó perfectamente que era un asalto intencionado.
—Y por eso estás hecha una foca, claro. Buenorra, mi Adita bien buena que está de lo bien que le doy de comer —rectificó ante la cara de pocos amigos de Miren. Toda la vida había evitado ser padre, pero con esa familia tan «pochola» de bobas, aquello era una inversión. Ya se las arreglaría él para llevar a su hijo al fútbol. O igual le salía pelotari, como su tío. Para cambiar de pañales ya estaban las mujeres. Y si era niña la desgraciada, pues bueno. Le haría socia de la Real igual. Y bajarían al parque Amara a jugar al fútbol. ¿No decían las feministas que los tiempos han cambiado? —Bueno, princesas, ¿vamos a cenar ya?
Miren se quedó muda del asombro. A pesar de la ironía, ¿aquel patán quería ser padre? Eso sí que no se lo esperaba. Mecánicamente, siguió a Josetxu mientras Ada, sola en el cuarto, resoplaba aliviada. Ya estaba dicho.
Pero entonces Ada, vio la rosa. Era exactamente igual que en aquel cuento de Borges. La tenía allí, delante de sus narices, pero por la fuerza de la costumbre no había sido capaz de apreciar su deslumbrante tono amarillo. Era una bendición que Miren hubiera venido. Incapaz de refrenarse más, su compañero se había quitado la careta. Le había perdido totalmente el respeto, y aquellos dos o tres asaltos sin anticonceptivo no eran solo humillaciones de un borracho. Ni siquiera la impotencia de una persona que ha perdido el control. Aquello era un plan calculado para maltratarla y a la vez atarla de por vida.
Un escalofrío recorrió su espalda y le hizo reaccionar. Tenía que escapar, ¿pero cómo huir en plena pandemia, confinados por el coronavirus? Y además ellas eran dos, y estaban en su casa, la vetusta y luminosa casa de la amoña por la que a ella le habían bautizado Ada.
Entonces pensó en su futuro hijo. No podría mantenerlo sola. ¿Cómo criar a un hijo sin padre? Adiós a la promoción en el trabajo, ahora que estaba tan cerca. Y probablemente, ante la incertidumbre económica, adiós a su empleo. Estuvo vacilando un largo rato, al fin y al cabo, tantos matrimonios con hijos que no se quieren, y sin embargo conviven. Igual un niño es lo único que podría calmar a Josetxu, lograr que bebiese menos. O al menos, aplacar su insomnio: a fuerza de lloros, acabaría rendido juntando al fin varias horas de sueño.
Cual dócil oveja, volvió a la cocina. De algún modo, el ambiente había cambiado. Ahora Miren le miraba con una especie de distante emoción a Josetxu. Quizás siempre había querido ser tía, y ya casi había perdido la esperanza. Este lo advertía perfectamente, y le hablaba en el falso tono solícito que Ada conocía tan bien.
—Se avecina una galerna —se sorprendió Ada hablando en voz alta.
—¿Pero qué dices, cariño? Si ni siquiera llueve —respondió Josetxu con retintín—. No sabes Miren las cosas que tiene tu hermana. A veces se queda en el balcón atolondrada y se olvida de que ha puesto agua a hervir.
Miren se rió para sus adentros y asintió vehemente. Había que reconocerlo, Ada era tremendamente despistada. Tanto, que era parte de su encanto personal, tan irritante a veces.
En cambio a Ada se le revolvió el estómago. A pesar de su despiste, quemar casi un cazo y el piso por añadidura era una de las hazañas de Josetxu. Su instinto, quién sabe si aguzado por el niño que llevaba en su vientre, le decía a gritos que debían fugarse cuanto antes.
—Que sí, que lo he oído en las noticias. Ven conmigo, Miren, y así vamos cerrando bien las ventanas.
Miren aceptó con desgana y, para cuando ya estaban en la habitación más lejana, Ada tomó carrerilla:
—Hermana, tenemos que irnos. Conozco a Josetxu. Últimamente está descontrolado y es peligroso. Nos va a pegar, ¿y si pierdo el niño?
—Pero qué dices, Ada, si está encantado de ser aita. ¿No has visto lo bien que se ha tomado la noticia?
—Ya, ese es otro tema. Es su forma de atarme a él, pero ahora mismo está desquiciado. Prepara rápidamente una maleta de las pequeñas. En su estado, no creo que ni se entere.
—Pero vamos a ver, ¿tú no le estabas defendiendo? No puedes separar a un hijo de su padre.
—Es lo que tienen los maltratadores, ¿no lo entiendes? Te confunden, aprovechan la ingenuidad de los bienpensantes para salirse con la suya.
—¿Pero qué tonterías son esas? Y si fuera así, ¿qué vamos a hacer en la calle a las once de la noche en plena pandemia? Si casi hay toque de queda.
—Escaparemos a casa del aita guardando la distancia de seguridad. Si nos para la Ertzaintza, diremos que es un señor de ochenta años enfermo y que necesita ayuda
—Eso es una imprudencia. ¡Menudos días me estáis dando! La peor visita de mi vida.
—¿Pero es que no te das cuenta, Miren? Si es la historia de nuestros padres. ¿O realmente crees que sin nosotras la amatxo habría aguantado tanto?
Miren comenzó a dudar. Era cierto, Josetxu nunca había querido a su hermana. ¿O es normal desear un hijo de una persona a la que desprecias? Aunque, por otro lado, un niño es una cuestión muy seria, y su cuñado era alérgico a las responsabilidades. Y de repente Miren vio también la rosa. En realidad, él sí que quería a Ada. A su manera, calculadora, narcisista e insana. Tanto, que por una vez había dejado entrever su juego. Y ahora, que no le quedaba más que el alcohol, no la iba a soltar. Corrían un grave peligro.
—Yo vuelvo a la cocina y tú mientras, haz la maleta, ¿eh?
Ada se puso recta y se encaminó con paso decidido a la cocina. En su interior, temblaba como una hoja. Pero había que recomponerse, su vida entera y la del niño dependían de ello.
Cuando volvió a la cocina, la expresión de Josetxu había cambiado. Un extraño rictus dominaba su semblante, ¿las habría oído?
—¿Por qué has tardado tanto, gorda? Qué pasa, ¿es que me tenéis miedo?
—Qué dices, Pontxo. Ya sabes cómo es esta casa. Todas las ventanas son antiguas, de madera. Y ninguna cierra bien.
—Sí, un regalito más de tu familia. Una casa de 180 metros con solo dos baños viejos. Y todas las cañerías estropeadas.
Ada asintió con la cabeza. Oyó desde lejos como Miren entraba de puntillas a su habitación. Todo parecía indicar que haría la maleta. Ya solo se trataba de entretener a Josetxu un rato.
—Cuando todo esto acabe, llamo a mi amiga Elena.
—¿Pero de qué Elena me hablas? —respondió su compañero, visiblemente malhumorado.
En otras circunstancias, al oír esa voz, Ada habría puesto pies en polvorosa. El baño, una importante llamada de trabajo, comprar pan, reponer lejía… Cualquier excusa era buena para interrumpir los estallidos violentos de Josetxu. Pero si aguantaba, aquella vez el lado agresivo de su compañero iba a ser su escapatoria.
—Elena Usarbarrena, la de las reparaciones, hombre. ¿Quién si no?
Josetxu pegó un respingo. Ada solía ser más sumisa. Solo cuando se enfadaba le plantaba verdaderamente cara. ¡Pero si aún no le había dicho nada humillante!
—¿Qué pasa, estás crecidita ahora con tu hermana? —Josetxu se le acercó por detrás. Los pelos del brazo derecho de Ada se erizaron uno a uno. Definitivamente, había abierto la caja de Pandora—. ¿O es que crees que me voy a ablandar por el niño?
¡El niño! Ada sintió el pestilente aliento de Josetxu sobre su nuca. Y se jugó el destino de los dos a una carta. Se dio la vuelta con brusquedad, a tiempo para ver cómo su compañero, con los ojos fuera de las órbitas, empuñaba un cuchillo de cocina.
—¡SÍ! Porque esta es mi casa, mala bestia. ¡Burro, maltratador, me das asco, cobarde!
Estas serán mis últimas palabras, pensó. Aquello era ya ser kamikaze.
Pero bueno, Miren estaba presente y en Urbieta 64 se oían perfectamente todos los ruidos. Por fuerza, su fin y el del niño serían rápidos.
Y entonces, ¡clac! Ada bajó la vista y echó a correr. Conocía a la perfección cada entresijo de aquella casa en la que había pasado su infancia. No sentía nada, correría hasta donde las fuerzas se lo permitieran.
—¡Agárrame Ada, tengo la maleta! —le dijo Miren a media voz, ya cerca de la entrada. Los sonoros pasos de Josetxu resonaron por el pasillo. Ada abrió los ojos y vio como su sombra se proyectaba sobre la puerta. La luz la había vuelto enorme, y por un momento perdió toda la fe.
Ella apenas se había mareado, estaba claro que no era más que un rasguño superficial. Pero Josetxu les pisaba los talones, y seguía empuñando aquel horrible cuchillo de carnicero.
Se agarró con todas sus fuerzas a Miren y esta, con las manos temblorosas, acertó a quitar los cerrojos de la puerta. Clac. clac, los pasos implacables de Josetxu resonaban en la antesala. En aquel momento, había solo dos metros de distancia.
—Cabronas, creíais que os ibais a escapar, ¿eh? De mí, de Josetxu, del padre de ese hijo que esta malnacida lleva en su vientre.
Asustadas, Miren y Ada salieron a trompicones de la casa. Por suerte, el antiguo ascensor estaba en su piso, el quinto. Sin saber cómo, se metieron de un salto y dieron a la planta baja.
Entre que el viejo artefacto reaccionaba, un atónito y furibundo Josetxu alcanzó el otro lado del ascensor. Pero ya era tarde, la vetusta máquina salió disparada hasta el bajo.
De hecho, el ruido hizo que saliera el ilustre Señor Usandizaga, vecino de enfrente. Asombrado, vio cómo su extraño vecino, al que siempre había tenido por un guaperas tripón y sumamente vulgar, rayaba con un cuchillo la madera del ascensor.

Amelia Serraller Calvo es docente, traductora y joven escritora. Profe-sora de la Universidad Alfonso X el Sabio y colaboradora del Área de Filología Eslava en la Universidad Complutense, trabajó dos años como lectora en el Departamento de Iberística de la Universidad polaca de Breslavia. En 2015 defendió su tesis doctoral ¿Literatura o periodismo? La recepción de la obra de Ryszard Kapuściński, premiada con el 1er Premio Embajador de Polonia en Humanidades.
Es autora del ensayo Cenizas y fuego: crónicas de Ryszard Kapuściński (Ediciones Amargord) y de la edición crítica de Fugaces de Sofía Casano-va (Ed. Torremozas). En la próxima Feria del Libro de Bilbao (3-13 de junio) presentará su libro de relatos Réquiem y marmitako. Historias del confinamiento (Ed. Facta), con prólogo de Félix Maraña.
Colabora y traduce para diferentes medios como El País o Radio Sefarad, pero está especialmente vinculada a FronteraD, donde cuenta con su propio blog, "Operación Este": https://www.fronterad.com/autor/amelia-serraller-calvo/
Miembro de la Asociación de Escritores de Euskadi, de la Asociación Colegial de Escritores y de su filial para traductores, la ACEtt. Su formación incluye el Grado en Guitarra Clásica en el Conservatorio Adolfo Salazar (Prof. Leonardo Martín), por lo que también pertenece a la SEG.
Medalla Gloria Artis 2018 por su labor como difusora de la literatura polaca, entre sus autores traducidos figuran los rusos Isaak Bábel, Vladímir Sorokin, Aleksandr Pushkin y Nikolái Chernyshevski, así como los polacos Józef Wittlin, Marcin Kurek, Anna Augustyniak o Jan Polkowski.