'El banco' de Lydia Cotallo
Hoy no llueve. Cuánto llueve en esta ciudad. Hans tiene dibujada una sonrisa involuntaria bajo la mirada atenta. Desde su banco observa los cuerpos paseantes: ese culo dentro de la falda roja, las tetas enormes de la que vacila ante el escaparate de Eusebio o el caminar desgarbado de la del cómic en la mano. Él lo sabe, sabe de su afición. Entonces la imagina vestida de Aquawoman con los pechos a punto de reventar el neopreno verde, de pie sobre las olas y los brazos en jarra. A él le excita mirar a todas esas hembras enfrascadas en sus quehaceres, singulares, diferentes, pero a las que se les ha arrebatado su identidad y ahora solo son criaturas indefensas y sumisas. Las visualiza con los ojos entreabiertos y los muslos separados con descuido, el sexo desnudo, incitándole al onanismo, alimento de su castigado instinto de vikingo cincuentón.
En la fantasía de Hans el ambiente lo conforma una irrealidad espesa, mezcla de sonido lejano de televisor, humo de incienso y perfume femenino. Silvia, si se llamara Silvia, aún no se ha deshecho de la falda roja, ahora una tela encogida y arrugada alrededor de la cintura. Se contonea tras él mientras espera un turno de atención que parece no llegar nunca. Se impacienta, le abraza por la espalda y acaricia el pecho semioculto por el vello todavía rubio. Hans imagina que Aquawoman sonríe traviesa y dedica a su compañera de juego una mirada de niña privilegiada, de superioridad otorgada en la complicidad del deseo masculino, y se ofrece como perra en celo. Hay algo grotesco en la mujer de las tetas enormes. No hay gracia en sus movimientos y su rostro está despintado, el rímel corrido y el rojo de labios fuera de su lugar. Sin embargo huele ligeramente a violetas. El bárbaro de Hans tiene el pulso desbocado y la polla enhiesta como la espada de uno de sus ancestros. Las mujeres la reciben por vez convertidas en vainas vivientes y él la hunde, la clava con salvaje embestida en unas ocasiones y endemoniadamente dulce en otras, hasta llegar a la merecida recompensa. En el ocaso de la ensoñación caen rendidos sobre el suelo. María, si se llamase María, duerme. Hans y las otras dos mujeres se complacen en el sonido de su respiración tranquila.
Me hechiza la belleza de los días de sol. Tienen el atractivo especial de que Hans se sienta en su banco y yo le puedo observar a una distancia prudente. Ahí sigue. Solo soy el que atiende el kiosco de prensa y mi vida está repleta de miserias, pero hoy soy muy feliz. Esta mañana Hans me ha sostenido la mirada un segundo y, por primera vez, me ha dirigido un tímido hola. Quién sabe, quizás le guste.
