'Destino Lisboa' de Mohamed El Morabet

28.07.2020

Estoy en el aeropuerto de Madrid. Aeropuerto Barajas-Adolfo Suárez, se escucha por megafonía. Vuelo a Lisboa. Estoy emocionado. Mariposas revolotean en mi pecho. Llevo meses ahorrando para el viaje. Pasar por primera vez un fin de semana en la ciudad que tantas veces visité en las novelas es como si Daniel Defoe acabara sus días en la isla sin nombre de Robinson Crusoe. Estoy en la sala de espera. Leo El país donde nadie muere de Ornela Vorpsi. La espera siempre me pone nervioso, y nervioso solo auguro desastres. El embarque es a las tres y cincuenta minutos. Son las tres y media y tengo hambre. Apenas veinte minutos para comer algunas páginas. Leer es comer. No me gusta volar con el estómago lleno. Para ser preciso debería decir que «No me gusta volar». Todo destino tiene un punto de partida, un Km cero. El cero de mi Lisboa es un sueño atemporal, vago. Uno en el que como una hamburguesa con doble de queso en un avión. La devoro y la vomito. La azafata me mira mal aunque enseguida me consuela. En el sueño vuelo, pero desconozco hacia dónde.

En fin, tengo hambre, me aguanto. Sé hacerlo. Lo aprendí de niño. Lo practiqué mucho.

Paso de describir el aeropuerto. En cambio, recomiendo ver la película La Terminal para hacerse una idea. Lo más importante aquí es mi destino y el hambre que acompaña mi viaje. ¿Cómo lidiar con las dos sensaciones a la vez? ¿Una persona puede estar hambrienta e ilusionada al mismo tiempo? Probablemente, sí. El ser humano es extraordinario y bobo, inteligente y bárbaro, mejor no seguir. El caso es que el hambre aprieta y me distraigo de mi lectura. Comer no es leer. Siempre supuse que para leer novelas hay que estar saciado. Ornela Vorpsi es una autora delicada, poética, pero con el estómago vacío la percibo cursi, demasiado florida.

Mi mirada busca las letras en el libro, a veces se despista con los calcetines de algún pasajero. Mi mirada es hambrienta, acaso curiosa, voraz, sobre todo cuando hay zapatos. Zapatos de salón, chanclas, sandalias, zapatillas, zapatos que tiran de cuerpos con deseos, negros, azules, coloreados. Zapatos con calcetines y con medias. Zapatos que encajan y otros que torturan la mirada y supongo que los dedos de los pies de quien los calza. Paso página y leo. De repente, me encuentro con un nuevo capítulo. No me he enterado de lo que sucedió en el anterior. ¿Quién tiene la culpa? La ternura de Vorpsi o la punzada del hambre. Ambas, las dos juntas son una explosión, un pozo. Paso página y leo. Me concentro y expulso un suspiro que alerta a mis compañeros del banco de la sala de espera. Me recoloco. Paso página y leo: «Hay una pared pintada de rosa. Luego está la cama donde estoy tumbada, desde la que veo todo.» Me vuelvo a concentrar, releo lo leído y ya odio a Vorpsi. Yo estoy sentado en una sala de espera de un aeropuerto impersonal, iluminada con columnas de fluorescentes tubulares, mientras ella está tumbada. Tengo envidia. Encima ve una pared rosa. Miro a mi alrededor. El negro abunda. Observo los zapatos. Los colores oscilan entre el negro y el gris, entre el hambre y la espera. Vorpsi ve una pared rosa e imagino la luz natural que la envuelve. La luz que se cuela por la ventana. La ventana desde la que ve todo. Me arriesgo con la siguiente línea. No logro atenuar la acidez del odio. Estiro el cuerpo en el banco metálico. Cierro los ojos. Atisbo Lisboa. Palpo su luz. Huelo su rumor. Saboreo su arte. Oigo los pasos de mis zapatillas en sus calles. Abro los ojos y un calcetín rosa embutido en un zapato de punta atraviesa mis ilusiones. Alzo la mirada y es un hombre trajeado que arrastra una maleta con ruedas sofisticadas. Leo la siguiente línea y presiento el frenazo, la necesidad de volver a releer la pared rosa de Vorpsi. Empiezo otra vez: «Hay una pared pintada de rosa. Luego está la cama donde estoy tumbada, desde la que veo todo.»

No veo nada. Estoy en el aeropuerto de Madrid. Vuelo 5387 Madrid-Lisboa cancelado, se escucha por megafonía. Ya no vuelo a Lisboa. Son las tres y cuarenta y dos minutos. Cierro el libro. Abandono El país donde nadie muere. Me dirijo a una de las tantas hamburgueserías que hay en el aeropuerto. Pido una con doble de queso. La devoro sin demora. Asesino de nuevo a la vaca con mis dientes. Doble queso y doble asesinato. Muerdo la carne muerta. Qué rica, por dios. Con el estómago lleno advierto por fin que estoy sentado delante de una pared pintada de rosa. Publicidad para mis ojos. «Ausonia sin alas. 100% protección». Estoy protegido. Soy afortunado. Sin alas y sin vuelo. Adiós Lisboa.  

Mohamed El Morabet: Escritor. Autor de Un solar abandonado. Tiene un clon mucho más guapo, pero ese no escribe aunque está en busca y captura en seis países y ocho ciudades, incluidas Comala y Macondo.