'Deseo en la nube' de Ana Bustamante

04.05.2021

En la soledad inoportuna de muchas noches interminables se elevan con calma y un incómodo malestar los recuerdos en los que su tiempo se mezclaba con el mío. Sí, en aquel intercambio de quereres tan grotesco como desproporcionado. Creo que fueron un par de primaveras las que mantuvimos el contacto, relativamente poco para las décadas que acumulan mis huesos, pero me acostumbré a mantener la esperanza de conquistar el vacío de aquella "extraña relación". Una conexión basada en extravagantes conversaciones excesivamente frívolas y múltiples gemidos en las madrugadas. En las horas donde el agotamiento físico permite que la mente fantasee y juegue a practicar sexo sin mover un solo músculo del cuerpo. Nada tántrico, todo muy virtual y desvirtuado. Muy moderno. Muy actual. Una forma de follar que en la mayoría de las veces te deja con más ganas de menos que de más.

De este modo fueron avanzando los meses en el calendario, en el mismo intervalo de tiempo que el deseo iba desgastando las ilusiones y mermaba las horas de algo tan valioso como la vida. Aquellos encuentros fugaces cubrían la necesidad del momento, el aquí y ahora. Me engañaba como nos engañamos cuando buscamos justificar nuestros actos. Comprendí a destiempo que lo peor no fue obviar la evidencia de que no perseguíamos lo mismo. Él, algo rigurosamente físico. Yo, algo más emocional. Lo peligroso fue que empecé a obsesionarme culpándole de mi propia insatisfacción.

Al margen de esta historia ambos teníamos nuestras vidas por separado. Yo era una mujer viuda que había disfrutado de una vida plena y satisfactoria. Los quince años que duró mi matrimonio habían sido la mejor etapa de mi vida. No tuvimos hijos, pero nos amamos tanto que no resultó traumático, al menos para mí, el hecho de no aumentar la familia. Contaba con un círculo pequeño de amistades con los que pasaba las pocas horas de ocio que me quedaban después de las intensas jornadas laborales. A pesar de la confianza que mantenía con alguno de ellos a nadie le conté esta historia, seguramente por vergüenza y por la estúpida creencia de que debía mantener un riguroso luto, en tiempo y forma, por mi amado esposo. Lo correcto habría sido enterrar cualquier pasión mundana que no fuera llorarle en cada rincón de mi casa. Seguir respirando sin ninguna posibilidad de encontrar la felicidad. Es cierto que me precipité, apenas habían pasado unos meses cuando le conocí, ¿pero cómo esquivamos las emociones? ¿Reprimiéndonos? Las cosas llegan y suceden sin planear.

Durante ese par de años mantuve una vida paralela, la real y la virtual. En aquella etapa me convencí a mí misma de que si no lo contaba no existía. Era evidente que no me sentía orgullosa de aquella unión. En el fondo de mi ser sabía que era algo dañino, no obstante me dejé llevar por la inercia del condenado juego del deseo.

Viajaba en el metro ensimismada recordando sus palabras, con una sonrisa cómplice que hacía que mi rostro se iluminara de alegría. Sacaba el móvil del bolso y leía incansable los mensajes e incluso los memorizaba. Mientras lo hacía notaba cómo me quemaban las mejillas e incluso percibía el calor que nacía entre mis piernas por la excitación del recuerdo de sus labios, el sabor de su boca, el peso de su cuerpo sobre el mío y las caricias de sus manos. Todo era tan intenso y emocionante que revivía en aquellos asientos del tren encuentros sexuales que nunca se habían producido, pero que me habían llevado al orgasmo en numerosas ocasiones.

A veces aparecía en mi mente la cara de mi esposo y cerraba los ojos por miedo a descubrir la verdad en los suyos. Esto solo duraba unos segundos porque desgraciadamente estaba muerto y yo seguía respirando. Para olvidarle me entregaba con más pasión a mis fantasías sexuales. Su imagen se desvanecía mientras aumentaban mis ansias de sentirme deseada.

A ratos lloraba. Reía. Gritaba. Jadeaba. Soñaba. Me sentía perdida. Deseada. Abandonada. Afortunada. Sola. Pasaba por tantos cambios anímicos que ni siquiera estaba segura de si yo era realmente yo.

No percibí a tiempo ningún cambio que me pusiera sobre aviso del inminente final. Sin embargo llegó, como llegan las heladas primaverales, a destiempo.

Como era algo tan virtual se esfumó de repente por la pantalla del móvil y el poco orgullo que me quedaba hizo que permitiera que aquella ficción se desvaneciera como si nunca hubiera existido. Pero una cosa es el orgullo y otra muy distinta el olvido. Su indiferencia abrió una pequeña herida que se fue agrandando con el paso de los días. Esa herida dolía tanto que disfrazaba el dolor real de la verdadera ausencia de mi único amor. Mi marido.

En la distancia inaccesible de la nube, los vicios perversos permanecen. Puntos luminosos. Chats. Frivolidad. Mentiras e ilusiones.

He logrado sobrevivir en una realidad intermedia de lunes a viernes fingiendo que nunca existió. Los sábados cocino y limpio la casa. Los domingos se hicieron para descansar.

Los lugares cambian de dueño, la memoria no.

Ana Bustamante, nació en Madrid el último día de 1968. Su trayectoria profesional la enfoca en la gestión, liderazgo y desarrollo de equipos, primero en el ámbito sanitario y actualmente en el sector de seguros.

Se define a sí misma como una mujer "anormalmente normal", sensible, llena de deseos e ilusiones.

Ávida lectora, apasionada de la Literatura, escribe desde que recuerda. En la vida y en sus textos, se deja llevar por lo que siente y se "desnuda" en su primera publicación: "El deseo viste de verde" (Izana Editores - 2018).

Duerme poco, prefiere soñar despierta y juega a capturar los instantes para después proyectarlos en sus relatos.