'De hoy no pasa' de Eva Chamorro
Había vuelto a suceder.
Un día agotador. Un no parar. No le daba la vida. Vueltas y más vueltas. Y todo para nada.
Como siempre, el despertador había sonado a las cinco y cinco de la madrugada. Lo inhumano y lo imprescindible conviven a menudo entre cuatro paredes.
- Tengo tanto que hacer, tengo tanto que hacer...
La nevera era un espacio aterrador y yermo de inanición minimalista. La ducha, un hilo de miseria acuosa y tibia sin sentido. Una jabonera amarillenta aferraba, a modo de cola de contacto, su contenido pringoso y sin aroma alguno. El frasco de desodorante despidió un suspiro de gas estéril. A medio flotar en el indescriptible charco de sus necesidades más primarias, yacía atascada una propaganda de comida rápida. Y, entretanto, gemía estremecedor el adagio de aquella cisterna en pertinaz sequía.
- De hoy no pasa que avise al fontanero. Cuando vuelva entro en el súper. Llamaré a mis padres. Ay no, que están muertos. Este maldito acto reflejo me va a volver loco. A ver si estoy más fino con la vecina nueva. Todos los días nos saludamos unas cuantas veces, pero nunca me atrevo a decirle que pase a tomar algo. Que no se me olvide comprar desodorante. Acercarme al cajero. Y la basura, eso es prioritario, la basura.
Eran las seis cuando por fin consiguió salir de su apartamento.
El día transcurrió como de costumbre. Rutina, pocos cambios o cero. Una jornada larga, interminable. Un constante ir y venir en vertical. La eterna pesadilla. Escaló por última vez los cinco pisos sin ascensor del edificio, solo, sin la compra, sin el desodorante, con el número del fontanero intacto en su móvil, con la vecina nueva latiendo en sus sueños más íntimos. Le ponía muchísimo, aunque había observado que le miraba raro. Pero él era tenaz, vaya si lo era. No dejaría de intentarlo.
Le ahogaba la corbata y sabía que llevaba puesta la última camisa que le quedaba limpia. No tener tiempo para uno mismo te sume en una maratón de pasos moribundos. Nunca llegas. No estás vivo ni muerto. Nunca tienes la ropa ni el alma en condiciones.
Esa obsesión suya de tener que subir continuamente a comprobar si había cerrado bien la puerta. Tal vez y, solo tal vez, fuera patológico. Se consolaba pensando que todo el mundo tiene sus pequeñas manías. Había recorrido los tramos de escalera mil ciento catorce veces. Nunca trece, por Dios. Echaba el cerrojo y, al llegar al portal, no recordaba si lo había hecho. Ningún intento era fructuoso, jamás. Incertidumbre y miedo. Bloqueo. El olvido era su infierno, la calavera del juego de la oca. Y es que, en realidad, era ese su deseo, olvidar, volver a la casilla de salida. Pero la piedra gigante de Sísifo cayendo y remontando peldaños hasta la saciedad era una carga demasiado pesada. Y así día tras día, sin descanso. Ya no podía más.
Entró en casa furioso lanzando las llaves contra el suelo. Zapatos, calcetines y chaqueta debieron de correr la misma suerte. ¿Dónde estaban las dichosas zapatillas? Al menos el ordenador latía intacto, esperando como mayordomo solícito el click de los pedidos que aseguraban la supervivencia cotidiana. La herencia de sus padres mermaba. No así aquel piso que cada vez se le hacía más inmenso. No el dolor de la pérdida y de la soledad que él creía para siempre. Buscar trabajo así era misión imposible. No había conseguido en meses salir del portal del hogar de su infancia, infierno ahora de lo que pudo haber sido. No lograba nunca franquear el portal de aquella casa. La calle era ya un sueño imposible.
- Nadie se enterará. Moriré aquí entre basura. Lo llaman Diógenes, lo he visto en Google, pero lo mío no va de eso. ¿Cómo voy a llegar a los contenedores si no sé si he cerrado bien la puerta? ¿Cómo me voy a ir a ningún sitio? Y viajar, mi pasión truncada. Pensé que al no tener que ocuparme de ellos cogería un avión, el primero en mi vida. ¿Cerrarán bien las puertas de los aviones? No me fío.
Sorteó como pudo montañas rebosantes de bolsas amarillas, blancas y azules hasta lograr derrumbarse en su cama deshecha. Tal y como le habían inculcado, él siempre lo reciclaba todo, incluida la vida y su reverso.
- Creo que la basura la dejaré para mañana.

Eva Chamorro Guillén nace en Madrid en 1965. Doctora en Filología Francesa por la Universidad Complutense de Madrid, amplía sus estudios en Francia (Universidad de Toulouse-Le Mirail), donde obtiene un DEA en la especialidad de Lingüística. Pronto empieza a desarrollar también sus trabajos como traductora et intérprete, disciplina de la que es profesora durante dos años en la Universidad Alfonso X el Sabio de Villanueva de la Cañada. En 2004 comienza su labor docente en la Escuela Oficial de Idiomas de Madrid. Actualmente ejerce como jefa de departamento de francés en la EOI de Valdezarza.
Amante de todas las artes, busca reflejar en sus textos la inevitable relación que existe entre ellas. La combinación de la cultura con mayúsculas y su experiencia vital de "chica de barrio" confieren un toque muy personal a su literatura. Sensibilidad, chispa y humor negro a raudales.