'Clemente' de Andrés Ortiz Tafur

26.10.2021

LLEVO MUERTO CUATRO AÑOS y nadie viene. Según mis cálculos, los ahorros de la cuenta corriente se han acabado y el banco ya no puede seguir cobrándose la hipoteca. Entonces imagino que al paso de tres o cuatro meses, a lo sumo, un cerrajero, un agente judicial y un representante de la entidad bancaria echarán al fin la puerta abajo, verán lo que ocurre y, de seguido, una pareja de guardias, el Samur, un juez y unos operarios funerarios me sacarán de aquí, ante el revuelo de vecinos y curiosos.

El sistema funciona: el grifo de la cocina no gotea y eso significa que el agua me la han cortado; y la luz también, porque el motor del frigorífico no arranca. El impuesto de bienes inmuebles me lo habrán pasado con su correspondiente recargo, lo mismo que las posibles sanciones administrativas que haya podido ocasionar mi falta, e imagino que una grúa retiraría en su tiempo mi coche del garaje, en vista de que no pagaba las mensualidades y desoía los requerimientos. El teléfono no suena, claro que tampoco lo hacía antes.

La tapa de la olla Laster me mató. Al parecer, se atoró el conducto por el que suelta el vapor y el mecanismo de seguridad falló. Tiene su gracia: me gusta tanto el cocido que, durante los primeros días, el hambre no se me quitó. Y yo ya estaba fiambre; porque la herida era mortal de necesidad: mi cabeza reposa en mitad del pasillo y el cuerpo cayó derrotado ahí, frente al hogar. Se ve que los huesos del jamón, el muslo de pollo, el chorizo, la morcilla, la verdura, las patatas y el caldo espeso que todos estos mejunjes forman al cocer, cuentan de veras con la propiedad de resucitar a un muerto.

Perdí el hambre y las ganas de estar vivo al cabo de unos días, cuando tomé conciencia de la inmensa soledad que me rodea. Quiero decir que este duermevela en el que me encuentro comenzó a provocarme mucho dolor. Debe de estar bien si asistes como testigo a los lloros de la gente que te quiere y a esos conatos de enorme impotencia que a veces genera la desaparición de alguien: una especie de homenaje, la certidumbre de que te aman y de que, para algunas personas, el vacío que dejas se torna en irremplazable -gran cosa-. A mí me ha tocado lo contrario: el silencio mayúsculo, irrompible, que es como si la maldita tapa de la olla Laster no cesara de golpearme y decapitarme a cada rato.

Mucho dolor, pero no insoportable. Ojalá lo fuera. Ojalá se incrementara hasta originarme un desmayo. Supongo que en ese punto terminará todo: muerto e inconsciente, incapaz de ver la putrefacción de mi cuerpo y mi cabeza, de estar atento al grifo del fregadero o al motor de la nevera, y sin el deber de calibrar cuándo el piso pasará a ser propiedad del banco y suscitaré, de ese modo, un nuevo temblor en el sistema. La muerte de la muerte, frente a esta suerte de inmortalidad asesina.

Llevo meses saliendo a la calle. Nada me lo impide. Puedo caminar a mi antojo y en varias direcciones a la vez; mi existencia obedece a una forma de gas o de aire o de partículas, que poseen la propiedad de subdividirse hasta el infinito. Lo paradójico es que aquí, en esta casa, siempre se queda el gas, el aire o la partícula primitiva, y marcharme del todo, aun permaneciendo en muchos otros lugares, se erige en un imposible. Y no pretendo dar a entender que me encuentro mejor en otros sitios; ocurre que la sensación de desgracia y desabrigo resulta más liviana cuando me alejo, como la media hora en el patio de un recluso.

Visito a todas las personas con las que tuve relación y les pregunto si no se han percatado de mi ausencia. Pero no me escuchan, siguen a lo suyo. Al parecer, esta voz no sirve más que para comunicarme conmigo. Ni me ven; estaría bien que me vieran, realmente bien; seguro que eso solo bastaría para que dieran aviso a las autoridades: ¡señor agente, un hombre sin cabeza, con la cabeza debajo del brazo, ha venido a verme! ¡Señor agente! ¡Señor agente! Otro dolor de los grandes, también irrompible, y sin cota, aunque inoperante en lo que se refiere al desmayo. Ya lo dice la canción: «Más duele volverte a ver que el olvido».

Pese a la inutilidad, la impotencia me empuja a dirigirme a ellos, y a golpearles y a escupirles en sus rostros; no sangran, ni siquiera consigo que un acto reflejo mueva sus cabezas o sus cuerpos. Soy invisible. Para la mayoría de ellos siempre lo he sido.

El primer día que abrí la puerta de casa me encontré con tres bolsas de plástico, llenas de pan, colgadas del pomo, y una nota manuscrita grapada a una de ellas en la que el panadero me anunciaba que me sacaba del reparto y me indicaba la dirección del despacho en el que me convidaba a abonar lo pendiente. Tres días le duró la paciencia o la confianza y la buena educación. Luego, si es que sopesó la posibilidad de que podía haber salido de viaje, sin darle aviso, supongo que aguardaría otros tres o cuatro días más antes de empezar a criticar mi supuesta actitud con el resto de vecinos de la finca. ¡Como para no propinarle un buen derechazo!

Seguimos subiendo: a tenor de lo ocurrido en estos cuatro años: muerto, en el interior de mi piso, con el cuerpo derrotado frente al hogar, ante una olla de cocido, y con la cabeza presidiendo el pasillo, los vecinos le debieron de dar la razón al panadero. Porque, en las fechas siguientes, algunos picaron en la puerta, pero ninguno insistió demasiado ni terminó alarmándose hasta el punto de decidirse a telefonear a la policía. Solo el presidente de la comunidad, ese no falla un mes; del uno al cinco aporrea el tablón a diario y con saña: ¡Señor Clemente, soy Eladio Martínez, Eladio Martínez Segundo, el presidente! ¡Vengo por el recibo! -repite, dos o tres veces, antes de marcharse maldiciendo, escalera abajo.

Ayer estuve en la frutería. La encargada -o la que ejerce de tal cosa, porque en una ocasión me contó que ella y su compañera en realidad cobran lo mismo-, en cuanto entraba el invierno solía pedirme que me abrochara el abrigo y que me anudara la bufanda, y me quitaba la idea de llevarme naranjas o mandarinas si no estaban buenas. Se comporta así con todo el mundo, lo que se dice una bella persona; sin embargo, no le extrañó que de un día a otro dejara de acudir a su establecimiento. Supongo que pensaría que me había muerto, simplemente. Porque es cierto que la muerte aparece de esa manera en incontables ocasiones: un día no ves a alguien y ni tan siquiera eres consciente de que no le has visto; el segundo día sí, y, con mucho, sospechas que se encuentra en la cama con fiebre o que ha partido de viaje; y solo después de algunas semanas sin saber, con escaso pasmo, caes en la cuenta de que lo más probable es que haya muerto. Y no sucede nada, ¿por qué ha de suceder algo?; lo sientes en la medida justa, lógica, y ya está; porque la muerte es ley de vida y porque das por hecho que sus familiares y amigos lo velaron y lloraron en un tanatorio y lo incineraron y esparcieron sus cenizas o lo enterraron en un cementerio.

No tengo familia. Dos sobrinos carnales, que no llaman, pero que heredaron de su madre la obligación de cogerme el teléfono. Mantuve el contacto con ellos hasta dos años después del fallecimiento de mi hermana.

-A ver si me devuelves la llamada alguna vez -les pedí a ambos, la última tarde que los telefoneé, hará cinco años.

-Claro que sí -me vinieron a responder los dos. Y no, nunca lo han hecho. Pensarán que estoy bien, a mis cosas, en mi ciudad de provincias. O no piensan y ya está; porque a mi edad -setenta y nueve, cuando lo de la maldita tapa de la olla Laster- tampoco resulta raro que uno enferme o sufra un accidente o un infarto y se muera.

Mis amigos han muerto o se han desperdigado por distintas residencias o languidecen en un sillón, pegado a una mesa camilla. Mis amigos son cuatro. Ni uno más. Cuatro. Y aunque puedan antojarse pocos, son suficientes. ¿A vosotros no os ha ocurrido que, después de mucho tiempo, al pronto, por mera casualidad o por alguna circunstancia que se nos escapa, recordáis a alguien y os preguntáis dónde estará? Eso solo significa que nunca estuvo, que nunca fue o, cuando menos, que jamás se erigió en una prenda de domingo.

Félix murió hace siglos, en el ochenta y uno, muy joven, víctima de un cáncer de colon; Nacho, aproximadamente año y medio antes que yo; Pedro es el de la residencia; y Mariano, gracias a su pensión, vegeta en Tres Cantos, al cuidado de una hija soltera. Digo lo de gracias a su pensión por malpensar y malmeter, que buena parte de la vidilla se sitúa en eso y sale gratis.

No los culpo. Y a mis sobrinos tampoco. En muchos casos, el paso del tiempo nos resuelve en una gran emoción que dista miles de años luz de convertirse en una mínima necesidad; quiero decir que estoy seguro de que Pedro y Mariano van a llorar cuando se enteren de lo sucedido, pero que lo harán sobre todo por un recuerdo que los devuelve a la vida y no por ninguna clase de imposibilidad. Y mis dos putos sobrinos tendrán que tragarse el berrinche y correr a la tumba de su madre a pedirle perdón. Que ella se apiade de ellos.

También he intentado comunicarme con otros muertos y con Dios. Con Dios de la manera clásica: rezándole, llamándole, implorándole que venga y derroche un hito de clemencia sobre mí. Y no he obtenido ningún resultado. O no existe o él no se ocupa de estos asuntos o ha trazado un plan que precisa de mi martirio. Y el resto de muertos no hablan, al menos conmigo. O no hablan o no sé encontrarlos, porque mi cadáver -mi cabeza en el pasillo y mi cuerpo derrotado frente al hogar, ante la olla de cocido- no suelta palabra; soy yo, en esta suerte de gas, aire o partícula el que se comunica, y quizás tanto ostracismo se resume en una mera incapacidad para descubrir otro gas, otro aire u otra partícula con intenciones de expresarse. Prefiero quedarme con esto y no con la soledad última: percibirme solo en esta muerte extraña, sin más muertos, sin más fantasmas.

Y ya está, aquí finalizo cada día mi recorrido, frente a la tumba de Eva. Me escuece lo indecible pensar que ella pueda estar siendo testigo de esto; que al fin todos trasmutemos en esta suerte de gas, de aire o de partícula que pulula perdida por ahí, reviviendo lo que ya no importa o lo que ya no nos debería de importar, y que en algún momento se le haya figurado buena idea pasar por casa y se haya topado conmigo de esa guisa: con el cuerpo derrotado frente al hogar, ante la olla de cocido, y la cabeza en el pasillo.

No tuvimos hijos -lo decidimos así- y la gente nos decía que los echaríamos en falta cuando nos hiciéramos mayores, un argumento al que jamás claudicamos y que lograba entristecernos mucho, por la inmensa carga de inhumanidad que vierte sobre el mundo.

Durante casi cuarenta años vivimos muy bien el uno dentro del otro, en el sentido real y metafórico. Tan bien, que nunca he imaginado vida mejor ni más hermosa. Por esa razón, previendo lo de la tapa de la olla Laster, el día después de su muerte me dediqué a escribir, en cada una de las paredes del piso, que me trajeran aquí, a su lado. Y para eso falta poco, tres o cuatro meses a lo sumo, porque el sistema nunca falla.  

Andrés Ortiz Tafur

(Linares, 1972) reside en la Sierra de Segura, donde ejerce de bibliotecario en Santiago-Pontones. Es músico y colaborador en páginas de opinión de prensa escrita. Ha publicado cuatro libros de relatos: Caminos que conducen a esto (El desván de la memoria, 2013); Yo soy la locura (Huerga & Fierro, 2015), con el que obtuvo el XXIV Premio Anual de Escritores Noveles; Tipos duros (La Isla de Siltolá, 2016); y El agua del buitre (Baile del Sol, 2020); el poemario Mensajes en una botella que estoy acabando (Juancaballos, 2018) y la colección de artículos Los últimos deseos (Sílex, 2021). Galardonado en diversos certámenes literarios, algunos de sus cuentos y poemas aparecen en distintas antologías.