'Borracheras' de Giovanni Holguín
Johnson y María Antonieta se conocieron en una de las veinte mil iglesias evangélicas que hay en Ecuador. Sus progenitores, como los demás feligreses de aquella iglesia construida en medio de la pobreza, nacieron en la fría serranía de los Andes cultivando habas, maíz, ollucos y patatas.
Sus padres y vecinos leyendo se las apañaban y con dificultad redactaban las cartas para familiares y amigos que vivían lejos, aunque todos compartían talento divino para interpretar las sagradas escrituras. Se sabían de memoria las andanzas de Cristo y su itinerario divino. La sagrada Biblia contenía en su seno todo lo que se debe y no se debe hacer en la vida.
El pastor de aquel rebaño se enteró por los periódicos del éxodo masivo hacia la madre patria; muchos feligreses de otros pueblos habían llegado ya, otros estaban en camino hacia esa desconocida España que según los que sabían de historia, tenía el oro andino guardado en una torre de Sevilla. Las remesas que enviaban los emigrados hacían felices a los que se quedaban y aún más a los pastores de las iglesias evangélicas que veían como se incrementaban sus arcas con el dinero recuperado por los feligreses.
El pastor de Johnson Alberto y María Antonieta, allá en su púlpito de Riobamba reveló a sus adeptos, una profecía:
--¡y dijo el Señor, iros y recuperad lo que es vuestro, cruzad el charco, invadid sus campos, pueblos y ciudades. Trabajad duro y devolver a dios lo que es de Dios!
Como una estampida, los aviones llegaban a Barajas, la fuerza de los Andes cubrió los rincones de la madre patria. Johnson acabó de crecer en un rincón de Barcelona y Mari Antonieta en el barrio de Usera en Madrid.
El fin de año era tan sagrado como la Biblia; todos los compadres se reunían al calor de los recuerdos y las emociones. Un año tocaba ir a Barcelona y al siguiente, la fiesta sería en Madrid; doce años ininterrumpidos encontrándose Johnson y María.
Aún eran preadolescentes cuando comenzó el enredo peligroso del amor; tocamientos, agite y desbordamiento corporal. Los besos endemoniados no tenían fin, día y noche, noche y día abrazados metidos dentro. Soñaban con un mundo solo para ellos entre los gemidos cada vez más descontrolados y estremecedores, no había descanso; se sentían poseídos por una angustia demoniaca que se acrecentaba y la necesidad de consumirse hasta desaparecer convertidos en un solo cuerpo.
Un descuido hizo saltar la alarma, María Antonieta desesperada en Usera porque la regla no le venía y Johnson temeroso en Barcelona guardaba silencio. Incertidumbre, tensión y gritos, el mundo se les caía encima. El honor, las habladurías, el pecado y la deshonra, llevaron de un día para otro a los jóvenes hasta el sagrado matrimonio.
Johnson dejó sus estudios básicos sin terminar para trabajar en un Carrefour de Madrid como vigilante y acomodador. Mari Antonieta empezó como recepcionista en una empresa que importaba zumos tropicales. Cansados de vivir bajo la protección de los padres de Mari Antonieta, dos años después alquilaron un piso pequeño al lado del mío en la calle del Amparo, en el popular barrio de Lavapiés; desde la ventana de su salón se podía observar cómodamente lo que pasaba en mi cocina y viceversa; tímidamente la joven señora a veces me saluda, Johnson en cambio, hacía como que no me veía, cuando nos encontramos en el ascensor.
La música de su tierra se convirtió en un sonsonete mañanero para mí, las melancólicas y lloronas canciones entraban zumbando por mi ventana de nueve a dos de la tarde, hora de despertar a Johnson. Con suavidad, la madre de María Antonieta, tocaba la puerta donde descansaba su ahijado y yerno. Él, se levantaba y engullía los platos que su suegra elaboraba de lunes a viernes. El sofá se convertía en el segundo sueño de Johnson que arrullado por los programas de Telecinco, dormitaba hasta la hora de marcharse a su trabajo.
Johnson se iba, y María llegaba desesperada por quitarse los tacones, y poner el equipo de música, subía el volumen para escuchar el estribillo de una canción tropical que dice:
"Es nuestro amor, amor a contratiempo, no soy feliz, me falta tu amor."
María lo repetía con la boca llena; después de comer caía rendida, absorbida enteramente por María Teresa Campos.
Suegros y consuegros esperan con impaciencia esa noticia tan deseada, esa que los llevó al apresurado matrimonio. ¡Cuando se le hinchará a la Mari el estómago, cuándo diosito lindo, cuándo! Exclamaban suegros y consuegros rogándole al santísimo.
Hace seis meses que me fui de viaje largo, cerré mi piso y dejé a mis vecinos con sus rutinas, con su música llorona a la que me estaba acostumbrando. En Qatar no hay tiempo para nada, supervisábamos junto a otros colegas europeos obras faraónicas, y Madrid se extraña, se desea como a una joven primorosa. Así que terminado el contrato, volví a casa, a las cañitas de la una, y a las copas en bares conocidos; seis meses sin poseer las noches de mi Madrid, sin su arte y sin su fauna. Y feliz bajaba yo de la plaza Santa Ana después del reencuentro con mis amigos que dio pie a una suculenta cena, y como era domingo acabamos temprano. Con mi estómago al borde del colapso, bajé callejeando, desde las calles Santa Isabel y Zurita hacia la plaza de Lavapiés; en la esquina de la calle de la Fe, un hombre joven parecido a mi vecino se agarraba a la pared con dificultad, medio desnudo y con signos de haber recibido unos cuantos golpes; me acerqué para asegurarme de que era él; tomándolo del brazo lo tranquilicé y pasito a pasito llegamos a casa. María abrió la puerta, su rostro era un poema de dolor e indicándome el camino llegamos a la bañera: ¡Arrójelo no más, señor! me dijo.
El violento chorro de agua gélida hizo que Johnson se retorciera emitiendo chillidos desesperantes; sentí pudor al ver aquella escena.
Un par de semanas más tarde las borracheras del joven Johnson fueron mas frecuentes como lo fue también mi actitud de salvador. Lo levantaba con frecuencia de las esquinas, a veces meado, a veces vomitado. Los chorros de agua que como clavos lo espabilaban, no eran lo suficientemente convincentes y para rematar su memoria olvidaba cualquier vestigio de mal comportamiento.
Un día llegaron los padres de Barcelona. La idea era corregir el rumbo de Johnson, su alma enferma, requería de la ayuda familiar.
¿Qué le pasará al nene? Suegros y consuegros se preguntaban continuamente. Los patriarcas de la familia aseguraban que leyendo la Biblia incansablemente, acudiendo a la iglesia con fervor y atiborrándolo de consejos, todo volvería a su cauce, pero Johnson, se divertía escapándose llevando la contraria. Suegra y consuegra tomaron el relevo de María; había un gusto ya arraigado por aquel castigo de los chorros de agua fría, por las broncas, los llantos y los insultos, hasta que la palabra de Dios perdonaba y daba paz a mis vecinos por unos días. Johnson volvía a sus andadas y esto como todo lo que se vuelve costumbre, empobrece la mente.
Una madrugada de domingo encontré a Johnson en lamentables condiciones, estaba acurrucado en un hueco de las escaleras, y sin oponer la más mínima resistencia, otra vez se lo entregué a María; llovía a cantaros, me acosté en seguida, la tormenta y el goteo incesante como un arrullo solidificaron mi pesado sueño; me desperté aclarando el día, después del ritual del café, las noticias y la ducha, salí a realizar gestiones, cuando volví a la hora de comer, el trasiego de gentes que bajaban y subían me agobió, le pregunté a la portera que exclamó: ¡una tragedia horrible!
Abrí mi ventana y el llanto se coló: ¿por qué? decía la suegra ¿por qué lo hiciste? gritaba la madre. Es tu culpa, decía el suegro, y el padre de Johnson, medio llorando exclamaba: ¡Ese no es mi chico, no! ¡El diablo tiene que ver con este comportamiento! ¡Sí, eso es! Secándose las lágrimas, leía versículos de la Biblia, la suegra de Johnson maldecía y maldecía: ¡este chucha de su madre!
La madrugada anterior, cuando lo dejé en la puerta de su casa, el joven marido entró a gatas y se metió en la bañera voluntariamente. Los suegros y consuegros, indignados se levantaron a echarle la bronca: ¡Qué haces, desvergonzado infeliz! ¡Desgraciado, no te mereces la mujer que Dios te ha dado pecador! ¡Chucha de tu madre!
Pasó una hora o quizás más, Johnson se había acomodado en posición fetal dentro de la bañera. María, como de costumbre, con mano de hierro le lanzó los chorros; eran tremendos garrotazos que lo entumecían. Esta vez para hacer el castigo más duro inundó la bañera, se oían gritos, golpes en la pared y violentos forcejeos, hasta que por fin a altas horas de la madrugada tomó el relevo la calma imponiéndose los ronquidos de toda la familia. Volvió el día y con él, se levantó la suegra madrugadora, adormilada, con la vejiga a punto de explotar. Se apresuró a ocupar el baño y congelada por el horror, de un grito acabó de despertar al vecindario.
Eran ya las cinco de la mañana cuando Johnson
engarrotado y resoplando intentó incorporarse para salir de la bañera; su
cuerpo entumido por el frío y adolorido por los golpes, se fue quedando
inmóvil. Debilitado pedía auxilio, su suplica no llegó hasta los oídos del Salvador
y menos aún hasta el pesado sueño de sus familiares, y para siempre mi joven
vecino Johnson se quedó dormido flotando como un muñeco; tal vez su espíritu ya
liberado convertido en un cóndor revolotea por los tejados y cúpulas de Madrid,
en compañía de cientos de millones de almas que levitan por sus calles en cuanto
la noche cae.

Giovanni Holguín Alzate (Colombia, 1966). Actor de teatro, bailarín, coreógrafo y músico. Formación en Instituto Popular de Cali (1988) y Centre d`Etudes des Mondes Africains (1991).
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