'Baccanale. Las otras caras del miedo'. (Fragmento) de Antonio Mata Huete
La atmósfera, de lo que parecía un salón rococó del mismísimo Versalles, era irrespirable... Más que irrespirable tal vez se podía definir como embriagadora, mareante, agobiante y pestilente, aunque anulaba los sentidos para sumergirte en las más sensuales, y a la vez inmundas, sensaciones. Fragancias de ámbar, sándalo, menta, pachuli... se mezclaban, en un sensorial y sexual bálsamo, con la agria hediondez del vómito, de los sudores y orines e incluso de la propia mierda diluida entre flatulentos gases...
Sobre las cabezas de varias bailarinas, danzando desnudas a ritmo de un barroco rondó en el centro de lo que parecía un escenario, rodeadas de embobadas máscaras venecianas, se extendía una especie de niebla provocada por emisiones de algún vapor que expandía los citados perfumes en el aire espeso de aquel onírico espacio. La luz, procedente de candelabros de brazos humeantes y vacilantes llamas, situados en el intersticio de enormes espejos, alargaba las sombras creando espectros fantasmagóricos que cabrioleaban y se enredaban entre sí para separarse y conformar geométricas figuras armónicas capaces de embotar la visión. Una sabia y directora mano se había encargado de confeccionar un infernal y dantesco espectáculo en el que todos los círculos confluían en las formas voluptuosas y arrebatadoras de aquellas hetairas.
En un momento determinado aparté mis embelesados ojos de aquellos montes de Venus, que abrían y cerraban a ritmo sus labios saturados de flujos, en un intento de suplicar auxilio con la mirada a mi desaparecido ángel de la guarda. Aquel galimatías me estaba absorbiendo al constatar que los absortos y enmascarados observadores de las sílfides también estaban desnudos, cosa que me aterrorizó, aunque cubiertos sus cuerpos con una especie de capa española abierta por delante y mostrando su inhiesta masculinidad que reclamaba su parte del botín que, suponía, se iban a disputar al acabar la danza. Absorto ante en el espectáculo que se estaba desarrollando ante mis ojos, apenas sentí la mano que golpeaba varias veces mi hombro en un vano intento de llamar mi atención. Cuando volví la cabeza encontré los brillantes ojos de mi bella desconocida que me sonreían chispeantes ofreciéndome una copa de un vino dulce y empalagoso que aclaró mi garganta. Detuvo, otra vez, mi segundo intento de abalanzarme a degustar su cuerpo, sus exuberantes pechos que explotaban por encima de lo que parecía un corsé festoneado con una especie de guirnalda de suaves plumones. Tomó mi mano y tiró de mí animándome a que la siguiera, cosa que, tras un segundo y profundo sorbo de aquel jarabe, más que vino, hice con una cierta premura, sabedor de lo que me esperaba si, como ya estaba dispuesto a hacer, me mostraba obediente a sus directrices. Atravesamos el salón, en medio de lo que, cada vez más, parecía un ejército de inhiestos estiletes dispuestos a ejecutar las aberturas ardientes de las danzarinas ingles. En una especie de balconada, a bastante altura, cerca del techo, la orquesta desgranaba sus barrocos arpegios en una nueva danza, más melódica que rítmica, que provocaba, creo que también por los efectos del vino, los deseos de contonear el cuerpo con la cadencia de su música.
Al acercarnos a la puerta apareció otra adorable muchacha, como su madre la trajo al mundo, con el aspecto, sudoroso y extenuado de alguien que acababa de disfrutar al límite de placeres excelsos. Mis ojos, atónitos, ante la sonrisa cómplice de mi acompañante, observaron aquella solazada desnudez y una especie de líquido blanquecino y espeso que descendía por uno de sus muslos desde el centro de su entrepierna. Todo mi cuerpo dio un tremendo respingo y lancé, una tercera vez, mis manos hacia sus pechos que ya se giraban, para hacerse inalcanzables, hacia la puerta con intención de abrirla y arrastrarme hacia el otro lado. Tiraba de mí sin mirar atrás, obligándome casi a correr y perseguirla, aunque mi intención era la de alcanzarla en el momento preciso. Se detuvo, justo en la esquina en la que empezaba un largo corredor y, sin mirar atrás, abrió una puerta y me arrastró con ella. Nada más cerrarla, sin darme el más mínimo respiro, ni tiempo para observar donde me había metido, se precipitó sobre mí y comenzó a besarme con una vehemencia desaforada. Sentí sus labios sedosos y ardientes sobre los míos sorbiendo mi aire y degustando con su lengua mi dulce saliva, por el vino, en todos los rincones de mi boca. Le correspondí con toda el ansia desesperada de mi cuerpo sediento y devoré su boca con la lascivia del hambriento. Ahora sí, mis manos recorrieron sus prietas carnes, por los rincones de piel que dejaba al descubierto su ceñido vestido, intentando, de inmediato, despojarla de todas y cada una de las trabas que me impedían adorarla en todo su esplendor. Y, de nuevo, ante mi premura y casi irritada insistencia, no me dejó hacer. Quería, indiscutiblemente, dirigir cada una de las fases del juego, de lo que ya presuponía un trance mortal, hasta hacerme morir de un deseo provocado capaz de llevarme a los límites del placer. Lo supe, y la dejé hacer. Volvimos a devorarnos, mientras sujetaba mis manos evitando que la abrazase y volviese a insistir en desprenderla de sus ropas, y, poco a poco, se fue separando de mí hasta situarse al otro lado de lo que, de pronto, descubrí era un lecho majestuoso con dosel cubierto de una fina colcha de seda y varios almohadones de gran tamaño en su cabecera. Cuando se disponía a retirar la colcha que cubría el lecho, recordé, en un ataque de amor que superaba la erótica sexual que ya nos embriagaba, que no sabía el nombre de la que ya consideraba mi amada, siempre estuve enamorado del amor, y que no había escuchado su voz en el aún escaso, y eterno, tiempo que ya había vivido con ella.
−Come ti chiami?
Dio un respingo al escuchar mi voz y, sin saber el porqué ni el cómo, me miró con una ternura infinita. Después supe, en aquella situación, tan habitual para ella por otra parte, que nadie, nunca, le había preguntado su nombre. Me estaba enamorando perdidamente, para siempre y, por no se sabe qué extraña razón, ella lo estaba intuyendo.
−Gianna −respondió con la musicalidad con la que suena la lengua de Alighieri en los labios de una mujer casi divina y se dirigió hacia mí sin apartar su mirada de mis ojos−. E il tuo?
Su voz era tenue y tierna, temerosa, a pesar de su oficio de reina de la noche capaz de devorar a cualquiera que se acercase a sus dominios con el solo aleteo de sus pestañas. Se despojó, según avanzaba, de la falda de volantes que se extendió sobre el suelo de madera con un suave y cálido frufrú... Marcel, eterno y cruel, humano y efímero como un suspiro, hizo de inmediato acto de presencia queriendo, como en tantas ocasiones, participar conmigo, con nosotros, del deleite del tiempo perdido:
«Nunca las auroras, nunca los claros de luna que me han hecho delirar tan a menudo hasta las lágrimas, han sobrepasado para mí en apasionada ternura ese amplio incendio melancólico que durante los paseos del final del día, matiza tantas aguas en nuestra alma, que el sol cuando se pone, hace brillar en el mar...».
Y lo llamaba por su nombre, Gianna... Ése es el tiempo perdido que el alma recobra en el último capítulo, siempre el último, en el que siente hasta ser capaz de morir, alcanzando esa gloria inmortal que alcanzaron ellos, los maestros florentinos, en el momento de crear tanta perfección imposible logrando que el ser llamado humano se sintiese lo que es, el centro de la creación, el centro del amor. Porque no hay otra creación posible que no sea la del ser que crea, sin creer en nada que no sea en sí mismo. Por eso, el dantesco averno es sólo una pura entelequia fruto de una imaginación moralista y pestilente capaz de condenar la mismísima gracia inmortal de Francesca de Rimini, o la de Helena de Troya y Ginebra, por sus deleitosos adulterios de amor...
Y así, con él presente en cada una de mis emotivas pasiones, de nuestras más emotivas sensaciones, porque ya éramos dos, nos perdimos en un vendaval de lasciva y voluptuosa concupiscencia en el que derramamos amor por todos y cada uno de los poros de nuestra piel, libamos nuestros jugos en los más recónditos rincones de nuestros cuerpos hasta erosionarnos y desgastarnos, deshechos como arena fina y calma de la playa mecida por el vaivén del céfiro del poeniente erizando las crestas de las olas. Su cuerpo, ara para el sacrificio, era miel espesa y dúctil, blanda y maleable, presta a conjugarse en un placentero engranaje en el que cada segundo de un tiempo inmortal e infinito mudaba en quejido agónico y efímero, jadeo de aire fugaz escapando desde el más profundo fondo de nuestras entrañas. Sus ojos, negros como el cielo insondable de una noche perdida, suplicaban gozo y piedad con largos silencios de miradas intensas, clamando codicia y avidez, y respuestas a la propia satisfacción que derrochaban a borbotones. Ardientes, sus pezones, erectos como rehiletes, horadaban mi piel y abrasaban mis poros abiertos mientras mi boca mamaba el jugo del fruto sagrado y prohibido del dantesco paraíso que le fuera negado a la propia Portinari en un acto cruel por situarla en el cielo de una pureza sin placeres. Y allí, en aquel santuario en la cuna del renacer del individuo surgiendo de sus propias cenizas, el hombre fue hombre y la mujer fue mujer, unidos, atados, fundidos en uno solo a través del vínculo más eterno, el placer del amor en el momento culmen de su propia esencia como seres humanos. Abrazados hasta producirnos dolor, moldeados y acoplados nuestros cuerpos al perpetuo ritmo de las olas en su infinito vaivén, nos derramamos amor y placer hasta agotar el último resquicio de nuestras fuerzas y expulsarlas en un gemido interminable de nuestras gargantas.
Tras un segundo episodio en el que, de una forma más sutil y sosegada, volvimos a darnos todo, y ante mi intento de dormir para recuperar lo que ya parecía un desarmado ejército en retirada, Gianna se empeñó en mostrarme otras formas de placer a través de una visita por los distintos círculos dantescos que conformaban aquella infernal morada del regocijo de los sentidos... y del miedo. Volvimos. La música, apenas perceptible hasta que nos fuimos acercando a la puerta, era muy suave, melódica y evocadora. Nadie bailaba. La penumbra dominaba el espacio y, lo que fuera una vaporosa bruma flotando sobre las cabezas, ahora era una densa niebla que apenas impedía ver. Eso sí, la mezcla de aromas y pestilencias seguía en el ambiente. Por un instante entreví algunas formas desnudas que, provocando revuelos en el vaporoso manto, pasaban a nuestro lado. Mientras apuraba el último sorbo de una nueva copa escuché tímidos jadeos que se transformaban en gemidos e incluso gritos. En el primer diván que alcanzaron a ver nuestros ojos, dos preciosas muchachas rubias daban cumplida cuenta con sus labios y sus lenguas de todos los resquicios más íntimos de una tercera que, a su vez, era poseída brutalmente por un musculoso cuerpo a punto de esparcir su secreción. La escena era realmente excitante. Gianna me invitó a participar, cosa que rechacé por un cierto pudor y respeto hacia ella misma, aunque me retuvo un rato viendo a sus compañeras con el excitado desconocido que, no pudiendo soportar más los delirios que le estaban provocando, se derramó y desplomó con un aullido de licántropo. Peores, o mejores, según se mire, secuencias eróticas y sexuales fuimos descubriendo a lo largo los distintos escenarios que, protegidos de sí mismos y sus vergüenzas por la nebulosa de vapor, que en algunos casos seguía siendo hediondo, daban rienda suelta a sus más bajos instintos animales. En todos los casos, la lascivia de aquellas jóvenes, dispuestas a realizar las perversiones más inimaginables que la imaginación pueda desatar en la depravada mente humana, siempre en aras de las sensaciones de placer, era deslumbrante e incitaba a degustarlas. Aunque el peso de pensar que todo se resumía a una pura humillación y sumisión, en aras de conseguir llevar un mendrugo de pan a sus hambrientas bocas o a la de sus familias, lastraba la conciencia de cualquiera que no sufriese la banalidad del mal de aquellas bestias fascistas que las explotaban. Todo lo capaz de imaginarse era susceptible de realizarse... por miedo. El hambre también es puro miedo.
En un momento dado le propuse a Gianna regresar hasta nuestro habitáculo del amor. Nos abalanzamos, de nuevo el uno sobre el otro, entre las aún empapadas sábanas por nuestros sudores, pero, cuando estaba a punto de volver a hundirme entre la eternidad de sus muslos escuché los primeros gritos que provenían del exterior del edificio. Nos quedamos un tanto paralizados y comprobamos como se acercaban voces alarmantes para las horas que eran. Me miró con actitud desconcertada y preocupada. Besé sus labios para infundirle confianza y me precipité hacia la ventana. Los postigos, cerrados desde que el tiempo le negara vida al abandonado palacete, me impidieron saber cualquier cosa que no fuese lo que ya sabíamos, los revuelos y gritos que ascendían por la escalera hacia los corredores superiores. Se me encendió una luz. Por un instante imaginé lo que estaba sucediendo, que no era otra cosa que mis temores, al inicio de la noche, ante el primer espectáculo en el Ponte Vecchio, a que alguien decidiera arrojar a los despojos humanos, a lo que consideraban seres depravados e inferiores, sólo por el hecho de no pensar, sentir y disfrutar, como ellos, y siempre que no fueran negocio, al Flegetonte, el río de fuego purificador de los pecados y las culpas. Me precipité sobre Gianna, para obligarla a vestirse a toda prisa, al mismo tiempo que buscaba mis ropas desperdigadas por la habitación. Ante su interrogante y temerosa mirada le grité, para que reaccionase, con todas mis fuerzas.
−Vengono le Camicie Nere!

Antonio Mata Huete, Villacañas (Toledo). Poeta, escritor y periodista.
Bibliografía
- Poemario, Ecos del desasosiego, publicado por Los libros del Mississippi, Madrid, Colección Poesía. Mayo de 2020.
- Poemario, Las palabras imposibles, publicada por Izana ediciones, Madrid, Colección Poesía Izana. Enero de 2018.
- Novela, Baccanale. Las otras caras del miedo, publicada por Izana ediciones, Madrid, Colección Narrativa Izana. Diciembre de 2015.
- Novela, Aires de gloria, publicada por Ediciones Alfar SA, Sevilla, Biblioteca de autores contemporáneos, serie narrativa nº31. Septiembre de 2011.
- Poemario Tierra seca, sobre temas manchegos, editado por la Peña La Chamberga, de Villacañas, y el Ilmo. Ayuntamiento de Villacañas (Toledo).
- Libro Villacañas en fotografías. Investigación histórico fotográfica, con tratamiento de imagen, editado por el Ilmo. Ayuntamiento de Villacañas (Toledo).
Premios
- Medalla de oro con distintivo rojo al mérito profesional del Consejo General de Relaciones Industriales y Ciencias del Trabajo. Oviedo 2016.
- Reconocido con el Premio Periodístico 2010 a la labor periodística de la RFEC por la amplia trayectoria profesional y literaria de promoción del mundo rural, la naturaleza y sus valores, con artículos y relatos literarios en publicaciones especializadas.
- Ganador del V Certamen Literario Sancho Panza, con el relato Las tribulaciones de Nacianceno, por -en palabras del jurado− «El magnífico empleo del lenguaje popular, su recuperación, así como de la 'filosofía parda' del famoso Escudero, según se reflejaba en las bases del Certamen». Septiembre de 2007.
- Ganador del I Certamen de Relatos TORCAZ Naturaleza, con el relato La pena negra. Noviembre de 2008.