'Alta velocidad o el destino polar de un violonchelo' de Marta Muñiz Rueda
"Debería ser más importante crear una fantasía que mostrar un mundo fantástico"Michael Ende
Nunca me separo de mi violonchelo. Para un músico, su instrumento es una extensión de sí mismo. ¿Usted dejaría que alguien se llevara consigo uno de sus brazos, el bazo, parte del hígado? No. Rotundamente no. Pues con el violonchelo pasa lo mismo. No exagero. No puedo vivir sin él. Contiene parte esencial de mi yo intangible y muchas horas de dedos corredores. Por eso cuando aquel hombre me dijo que adónde iba con mi violonchelo me sentí mal. Me sentí humillado porque lo preguntó con un tono hiriente, con una superioridad propia de un director de orquesta. ¿Y quién era él? A ver, ¿quién es él para cuestionar adónde vamos mi violonchelo y yo? No tenía derecho a hablarme así.
Alta velocidad. Los trenes actuales son como ciempiés vertiginosos. Parece que no llevaran a bordo maquinista, es como si alguien los hubiera disparado con nosotros dentro. Nos lanzan por las vías muertas del mundo a trescientos kilómetros por hora, seguramente más. No sé a qué velocidad estoy viajando. Estamos viajando. Pero el violonchelo y yo parecemos luz. En cierto modo lo somos. Todos somos seres de luz, una aleación mágica de polvo de estrellas. Agua. Células. Alma. Piel. Una cadena de propósitos y enmiendas.
De muy mal humor le respondí. A Müsslinger, le dije. Vamos a Müsslinger mi violonchelo y yo. Espero que no le moleste. Pero no le hizo gracia. ¿Podéis creerlo? No lo entenderé nunca. Müsslinger no le pareció una buena opción y ahí empezó todo.
Ludovico viajaba sólo con una pequeña maleta de mano. Tampoco se separaba de ella y ambos nos mirábamos con cierto recelo y curiosidad. Él a mi violonchelo y yo a su maleta. Cuadrada, marrón, antigua, de piel auténtica gastada por el vaivén del tiempo.
En ella latas de atún y salmón, queso blanco, anchoas, licores turbios. Todo muy nórdico. Y partituras secretas en un compartimento extrañamente a la vista.
Müsslinger no tiene nada de especial, eso decía. Y yo le respondí que para mí era parte importante de mi vida, la capital de la música actual con su Palacio morado y sus tranvías prepotentes. Además, a mí me estaba esperando mi orquesta. Bueno, tanto como eso no. No es que me esperasen sentados, no es que sea yo la estrella ni el solista, tampoco el concertino, pero soy segundo chelo, no alguien que interviene solo en un compás. Formamos parte de la melodía y la armonía, no podemos faltar.
Si a un cuerpo le quitas dos dedos o un brazo o el cerebelo ya no está completo. El alma es la misma o no, quién sabe. Es como quitarle un ingrediente a la paella, ya no sabrá igual. Pero Ludovico no lo entendía eso. O no quería entenderlo. Se empeñó en que no me bajara en Müsslinger, que si estaba perdiendo el tiempo allí, que si total a Mendelssohn ya lo han tocado mucho... Pero ¿qué sabrá él? Pues a mí me encanta la 'Romanza sin palabras número 1'. Y me dice que sí, que ya la ha escuchado en la versión de Jacqueline du Pré. Que sí, que le gusta, que no es por llevarme la contraria, pero que ahora nos espera una misión más importante. Que tengo que ir con él a no sé dónde. Y yo pienso en mí mismo y mí mismo me responde: "Ay, Ernesto, que te pierdes, que no eres capaz de decir que no, que ya te está liando Ludovico. Pregúntale que si él toca algún instrumento, no vaya a ser que te lleve a Bielorrusia solo por capricho, o a Georgia, o a Azerbaiyán, sabe Dios a donde irá este tren después de parar en Müsslinger y que es lo que quiere este hombre de ti y de tu violonchelo que viene a ser lo mismo que querer robarte el alma, porque si te roban el sonido que guardaste entre sus cuerdas y el mástil eres músico muerto."
A ver, Ludovico, cuéntame. Dime dónde quieres que vayamos. Por cierto, ¿tú tocas algo? ¿Eres músico? Porque me respondes con mucha autoridad, pero no sueltas prenda. Y me dijo que sí, que tocaba el piano. Acabáramos. Es un solista. De ahí lo orgulloso, la incomprensión, el no tener ni idea de lo que significa trabajo en equipo. Y que componía. Eso también me lo dijo. Bueno, pues vamos. Voy a dejarme llevar. ¿Qué es la vida sino una aventura interminable? Ya lo dijo Michael Ende. Pues nada. Vamos allá, pero antes quiero que llames a mi director y le explicas tú por qué no me voy a bajar en Müsslinger. Se lo explicas tú, tú y solo tú le confiesas la razón. Porque Juan Luis es majo, pero si faltamos a un ensayo nos llama la atención y si faltamos a un concierto, a no ser que haya sido una verdadera emergencia, nos cae la del pulpo. Tú me retienes, tú das esquinazo a la orquesta. Yo no quiero saber más.
Ludovico y su malhumor cogieron mi móvil y hablaron con él. Unas cuatro palabras, diez a lo sumo. No sé qué le diría Juan Luis, pero Ludovico colgó como alma que lleva el diablo, como si tuviésemos prisa contagiados por la alta velocidad de aquel tren que estaba empezando a odiar porque yo quería ver pinos, fiordos, cordilleras, nieve, hasta una aurora boreal quería contemplar si me apuras. Pero es que a trescientos kilómetros por hora y con tantos túneles aquello era como teletransportarse. Cómo es la modernidad, cómo le roba el encanto a lo perpetuo.
El caso es que atravesamos lagos, montañas, ríos y riberas, pequeñas y grandes ciudades. Aldeas invisibles. Hasta tundra debimos atravesar sin saberlo. Qué desgracia.
Yo sabía que íbamos a algún lugar más bien fresco y me había imaginado algún país del este; del este de Europa. Porque cuando le pregunté a Ludovico me dijo: 'Prepárate, hará frío'. Y yo el frío lo relaciono siempre con Siberia, con Rusia, sitios así, porque de niño leía mucho a Dostoievski y qué queréis que os diga, me impresionó. La estepa. El hielo. Los zares. Los cosacos. Los hermanos Karamazov. Pero fíjate que no, que no íbamos hacia el este. Bueno, pues ya veremos por qué tantas cazadoras y ropa térmica de abueletes.
Tras varios días y noches de sándwiches de pavo, ensaladillas, latas de salmón ahumado, aguas minerales con y sin gas, coca colas, vodka y cacahuetes rancios en bolsitas muy difíciles de abrir, llegamos. Ya estamos aquí, dijo Ludovico. Salta.
Y yo salté y vi mucho hielo y le pregunté de nuevo porque me sentía muy perdido. Yo iba a Müsslinger y me cambiaron el rumbo. A mí y al violonchelo. Y uno no quiere hacer demasiadas preguntas, no vaya a resultar pesado ni dar imagen de cotilla de barrio, pero qué iba a saber yo adónde nos llevaba Ludovico. Yo soy muy joven y él es un hombre parco y misterioso. Salta. Ven. Y ahora, barco.
Si tenía poco revuelto el estómago con tanta comida envasada y sobredosis de conservantes, ahora balanceo. Nos condujeron a unos camarotes que al menos tenían calefacción. Por todas partes se veía el logotipo de Greenpeace. Eso no me disgustó porque yo estoy a favor del ecologismo. Tenemos que salvar el planeta. Hay que actuar contra el cambio climático. Estoy muy concienciado. Desde niño. Me crie en el campo.
Pudimos darnos una ducha. Lo agradecí. Y dormimos como bebés unas diez horas. No ronca Ludovico. Yo tampoco. Qué silencio. Qué paz. La plenitud al norte. Las estrellas más puras. Ni rastro de esquimales. En mi mente iglús abandonados de acústica glacial.
Al amanecer el enorme buque se paró en seco. Un desayuno riquísimo y natural. Sonrisas. Abrazos. Mucha gente hablando inglés. Cámaras de televisión. Pancartas. Frío. El Ártico.
Sí, al Polo Norte me llevó Ludovico. Hay que ver. No llamé a mi madre porque no tenía cobertura y porque si le cuento todo esto ella hubiese llamado a la policía y no queremos eso. Queremos aventuras, experiencias. Hielo. Polis no. Preguntas tampoco.
Decir frío es quedarse cortos. No voy a describiros el clima porque ya vosotros solitos lo podéis adivinar. Confesar que temblaba es una redundancia previsible. 'Ya te irás aclimatando', me decían todos sonrientes. Ay, no sé yo. Este no es mi paraíso, pero bueno, aquí estamos porque hemos venido y es lo que hay. No quiero defraudar a Ludovico. Empieza a caerme bien. Tiene cara de genio, como un illuminati.
Oye, Ludovico. Ya sé que esto debe ser el Ártico, el Polo Norte, pero ¿en qué lugar estamos concretamente? ¿Tú sabrías decírmelo?
'No, Ernesto. No se puede ser concreto en estos casos. Esto es el Ártico. ¿Qué más te da si estamos unos grados más al norte o al sur? ¿Por qué esa obsesión tuya con las latitudes? Estamos en el origen. Por eso te traje. Por eso estáis aquí. Por eso hemos venido. Y tu violonchelo está encantado. Se nota. Suena como nunca.' Y tomó prestado mi arco y tocó como si fuera una despedida o una aparición. Y yo sentí miedo. O celos. O ansiedad. O un cóctel de todo eso en dosis intermitentes. Mi chelo es sagrado.
Ay, qué mala uva tiene Ludovico. No se le puede preguntar nada. El origen. Es verdad.
Ya lo decía mi profesor de ciencias: 'Somos agua'. Bueno, yo creo que somos agua, tiempo, literatura a veces. Y aquí en el Ártico no se está tan mal. Frío y agua. Por todas partes y en los tres estados de la materia: sólido, líquido y gaseoso. Cuánto habría disfrutado todo esto Manolo, mi maestro. El vapor de agua, el agua en sí misma, el hielo. Los pingüinos. ¿Dónde estarán los pingüinos?
Hielo. Frío. Silencio. Todo en absoluto. El origen.
Aquí empieza la música. La vida. El mundo.
Tenemos que salvar el planeta, insistía Ludovico. Ya, pero ¿quiénes somos nosotros para conseguir eso? ¿No crees, Ludovico, que eso de la salvación climática les corresponde más a los políticos? ¡Ay, cómo me puso Ludovico! Abrió sus grandes ojos grises, como de estepa siberiana y los clavó en los míos con intensidad de aguijón. Ludovico es avispa cuando quiere.
"Sólo el arte salva al mundo. La política no sirve para nada". Y entonces me extendió una partitura. Tocamos. Nos subimos a una plataforma blanca a modo de balsa, rodeados de glaciares. Gorros, bufandas, abrigos y una tristeza en Sol m que atravesaba el cielo. Sonido. Pureza. Luz. La melodía entrando en las venas como un suero de amor.
Mi violonchelo se clavó en la tierra como una estaca y parecía no querer moverse de allí. Así fue como me enteré de que tenía un instrumento ártico. Lo que no sé es si de un lugar así se regresa.

Marta Muñiz Rueda nació en Gijón (Asturias), en 1970. Estudió música (piano) a nivel profesional y es Licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Oviedo. Escribe desde niña poesía y narrativa. Ha ganado diversos premios literarios, como el 'Certamen Lord Byron' o 'Esencia de Mujer' y ha participado en numerosos eventos poéticos como el I Encuentro de poetas asturleoneses, Versos en el Hayedo de Busmayor o el VIII Encuentro de Poesía San Miguel de Escalada. Ha sido corresponsal europea de las revistas culturales americanas Horizontum y Visítame Magazine.
Ha publicado hasta la fecha: "El Otoño es nuestro" (Csed,2015), "13 cuentos dementes para mentes insomnes (Piediciones, 2016), "Tiempo de cerezas" (Ediciones Camelot, 2017), "Vicente Papá Noel" (Ediciones Camelot, 2018), "Libro de la Delicadeza" (Eolas Ediciones 2019) y "Anna y las estrellas" (Ediciones Camelot, 2020). Forma parte de la compañía de teatro musical infantil 'Moraleja de la Candileja', que tiene como objetivo acercar la poesía de los grandes clásicos en Lengua Española al público familiar. Participa activamente en numerosos encuentros literarios y es columnista de opinión del diario leonés La Nueva Crónica.