'Al calor del amor en un bar' de Ascensión G. Ureña

23.11.2021

Han quedado para verse. Ella se prepara para él. Está en su vida desde hace un tiempo; antes hubo otros pero, ahora, él es único, el mejor de todos.

Se arregla para él, sabe lo que le gusta, y le encanta ese preludio antes del concierto que vendrá después, que ya le bulle como música recorriendo sus venas y erizando sus poros sólo con pensarlo. Escoge la ropa y se mira en el espejo, la falda con mucho vuelo, esa que se mueve con cada balanceo de sus caderas al andar. Se sienta en la cama, frente a su propio reflejo, y cruza y descruza las piernas para comprobar hasta qué punto se ve lo que ella quiere que se le vea, el final de sus blancos muslos, prietos y regordetes. Lo intenta varias veces memorizando cada movimiento, como fijando la vista hasta donde quiere que alcance la suya. Quiere que la vea sexi, las medias con liguero, los taconazos de las bodas y la blusa blanca, con ese escote en pico que deja entrever sus dos medias lunas llenas. Se agacha y comprueba, con el mismo ritual, hasta dónde llegará su vista. «Se quedará bizco intentando verlas». Se las recoloca, rozando, con tiento, sus manos por sus redondeces divinas, y agradecidas en cualquier momento. Se ve perfecta y se da una vuelta sobre si misma sonriéndose y feliz. Si alguien estuviese sentado frente a ella, le vería algo más que la falda... y ella lo sabe.

Quedan en el restaurante, una terraza en un precioso patio adornado con geranios y claveles. Llega con su timidez habitual, siempre le han dado un cierto corte los encuentros... bueno, los encuentros que no son íntimos, como hoy es el caso. Se trata de un encuentro familiar con sus hijos. Este fin de semana... toca estar a palo seco, hay revuelo familiar en casa. Se saludan entre todos, ¡adiós tranquilidad!

La terraza está llena de todo tipo de gente que inicia su fin de semana. Se sienta y, con un cierto descaro, le hace ver lo que lleva puesto. Sólo para él y sólo él ha visto la apertura de sus muslos al sentarse frente a frente. Pide una cerveza y brindan entre todos, aunque sólo ellos saben lo que sienten y lo que quieren mirándose fijamente a los labios relamiéndose la espuma que queda en sus comisuras. Imagina que es a ella a quién la relame y... a quien relame ella. Se recoloca en la silla y aprieta un poco entre sus muslos queriendo sentir un poco más ahí, donde él la hace latir. Se incorpora un poco en el descuido de los demás y le insinúa lo que lleva debajo de la falda. «Se remueve en la silla», piensa, y ve como se recoloca el palpitar entre sus pantalones. Se congratula para sus adentros, «¡listo, ya está a cien!». Y ambos se sonríen ajenos al ajetreo que hay a su alrededor. Su sensualidad les aleja de todo.

Se dirige al baño, temblorosa de lo que lleva en mente... Espera en la cola aumentando su deseo más si cabe.

Entra y el gran espejo le devuelve a la cara la picardía que quiere hacer con una pícara sonrisa que la excita. Como una niña traviesa hace posturitas atrevidas, se brinda una mueca de placer en el espejo, dirige su mano al centro de su entrepierna y, ahogando sus gemidos mientras se muerde los labios, se restriega hasta que siente como sus jugos bajan por sus muslos empapando sus minúsculas bragas. A punto de estallar, pero sin dejarse ir, se las quita y las empuña en su mano notando como chorrean... Se recompone, sale, firme, hacia la mesa y, disimuladamente, mientras le da un beso casto en la frente, se las suelta encima de la bragueta. Él, con un sobresalto, las recoge hábilmente conteniendo el impulso irresistible por abrirse ahí mismo los botones y esconderlas en el mejor lugar posible.

Mientras se sienta, confirman con miradas cómplices el juego pícaro que se traen entre manos... y entrepiernas. Él se mete las braguitas en el bolsillo mientras las aprieta con la mano y nota como se moja con su delicado néctar. Saca su mano, la mira y se la lleva a la nariz, cierra los ojos y aspira. Luego la mira. Un tanto extasiados, los dos, ella pensando, y el imaginando, lo que ha hecho en el baño. Este juego inesperado les sorprende en medio del guirigay de la terraza. Nunca habían planeado una cosa así, pero el giro inesperado que ella le ha dado a la reunión familiar aumenta su nivel de lujuria y la libido se les dispara. Sube tanto su temperatura que la cerveza les sabe caliente, mientras, a tragantadas, cae hacia el estómago haciéndose eco en su cuerpo, que no es otra cosa que sexo enjaulado.

«¡Ve al baño y desahógate!», le dice ella con la mirada. Cuando él intenta levantarse, ella empieza a realizar los movimiento ensayados en su cuarto, se agacha y se pasa las manos por los tobillos mientras su blusa, cómplice, deja ver, sólo a él, las delicias por las que muere cuando están a solas; se muere cuando se encierra entre sus dos lunas que, ahora, duras e inhiestas, se muestran casi hasta el borde de lo que deja ver la dichosa blusa.

Él se recoloca cambiando de postura e intentando que le quepa todo dentro sin que nadie se percate de su divina alegría, que se revuelve como un gato en su jaula. Una conversación sin palabras en la que ya se han dicho todo lo que se harían si estuvieran en el lugar adecuado.

Con un impulso, ella se levanta hacia dónde están los hijos. Mueve a ritmo sus caderas con esos tacones que le hacen bambolear los cachetes y la cinturita dando vuelo al vestido y enseñándole todo lo que quiere que él vea. Y él la mira y se restriega mientras observa esos muslos en los que se pierde cada día y a esa hembra que lo vuelve loco. Su cabeza, ya loca por las feromonas que le envía, sólo busca una excusa para intentar llevarla a la parte trasera del restaurante y hundirse en ella. Cuando vuelve a sentarse lo mira y con un gesto le indica hacia donde tiene que dirigir su vista, abre ligeramente las piernas y le muestra su interior, sin el velo de las bragas, con el brillo de los jugos que quedaron al empaparlas. Asiente con un guiño como dándole permiso para perderse en el baño. La idea de saber que se lo va a hacer la hace temblarle las piernas y nota que algo se hincha en el centro de su húmedo cuenco a punto de rezumar de nuevo.

Se dirige al servicio de caballeros, más hidalgo que nunca, con unas ganas tremendas de hacérselo, y es inminente el fulgor que muestra cuando se libera del pantalón, en dos caricias el placer recorre su cuerpo, pero se contiene. Su mente rebusca por todos los rincones cada una de las imágenes, los cruces de piernas, su entrepierna y sus humedades abiertas, todo le viene de golpe, sonrisa, la falda al viento y el contoneo, la lengua bordeando sus labios, la cerveza en su boca, y el escote que lo transporta al infinito de sus pechos deseosos e inhiestos. Y... las bragas en la mano con las que se masajea, la seda empapada de flujos que le transportan a una de las sensaciones más morbosas que ha sentido en su vida... mientras se rinde mirándose en el espejo con esas braguitas rodeando la punta de su ariete que se derrama depositando todo su zumo en el mismo lugar por el que fluyeron los jugos de ella.

Se le acerca, le da un suave y tembloroso beso en los labios, mientras le susurra al oído «¡póntelas!», y abre la mano sobre la suya devolviéndole el regalito. Lo empuña y lo aprieta en su mano para ocultarlo. Él la mira y la dirige con la mirada. Espera unos minutos, a pesar de sus ansias por salir corriendo, y desanda el camino hacia el baño. Sabe lo que tiene entre las manos, el cuerpo del delito, sus braguitas, su regalo, su suavidad de seda empapada, el inicio de lo que va a ser su estallido final...

Se las pone. La mezcla de sus venenos le produce un ardor que le quema. El espejo le devuelve su mirada excitada y ardiente. Se abre los labios para verse, en su reflejo, lo que le retumba y palpita, brillante, erecto, hinchado como una fresa, el capullo chorreante deseando ser acariciado... se lo masajea con tanto primor que se aviva el flujo de la sangre de sus venas transportándola al baño de al lado donde un él imaginado la espera para darle lo que ya tiene entre sus piernas. Destellan sus flujos que chorrean por sus muslos, se restriega en la piel lo que corre hacia sus rodillas y, con celeridad, entra en otra dimensión distinta que la transporta al otro lado del espejo para gozarse con ella misma. Nunca, como a él, le había pasado ni sentido tanto morbo y, casi sin terminarse, ya piensa que tienen que repetirlo. Su imagen ahora la ve de otra forma, con un halo de misterio y picardía en los ojos y una sonrisa tibia, a lo Mona Lisa, indefinida, para que nadie sospeche que todo ha surgido de un juego no preparado... y de sus bragas chorreando con flujo y miel.

Vuelve a la mesa, no hay beso. Solo él la mira y se relame porque sabe que ha, han, gozado como si se lo hubieran hecho. Un susurro de amor, con muecas, vuela entre los dos. Y las bragas se revuelven en el sitio donde estaban cuando empezó el juego... eso sí, entonces estaban secas.

Ascensión Gordo Ureña, granadina, contadora de versos y de historias, las que se encuentra por el camino desde que descubrió -desde que recuerda- que necesitaba escribir lo que le hacía y le hace, vivir. Sus vivencias, de lo más íntimo a lo más surrealista, siempre han sido fuente de inspiración en sus letras. Escritora y poeta, siempre ha manifestado una gran inquietud por el arte y la Literatura.

Ganadora del 7º Premio Nacional de Poesía Miguel Baón 2021, acaba de publicar su primer libro de relatos, Érase en las nubes, Los libros del Mississippi, octubre 2021. Tiene publicados sus versos en la antología Cuadernos de Poesía, nº 2 y en la revista DLETRAS. También ha publicado distintos textos narrativos y poemas en medios locales y regionales y en distintos blogs literarios.

Participó en la redacción de la revista del revés o del derecho a comunicarse y en el programa de radio Radio Sintonía. Permanentemente se forma en disciplinas literarias, poesía -como el taller El mundo en poesía, 2021-, narrativa, y microrrelato. Promotora de la lectura -desde el Club de lectura Hypatiay la Biblioteca Municipal- participa en actos literarios y debates en foros. También dedica su tiempo a la lucha por los derechos e igualdad de la mujer desde una asociación.